El otrora poderoso presidente de Brasil, Luis Ignacio Lula da Silva, acaba de ser condenado, en primera instancia, a 9 años y 6 meses de prisión por corrupción y lavado de dinero, dentro del proceso conocido como Lava Jato, que llevó también a la destitución de su sucesora y heredera Dilma Rouseff.
Ahora viene la segunda instancia ante un tribunal federal, que de llegar a confirmar la sentencia mandaría a Lula a la cárcel, en un acto sin precedentes en la historia de ese país. Sin embargo, esta sentencia es la primera de una de las acusaciones que se le han hecho al dirigente del Partido de los Trabajadores. Podrían resultar otras condenas por otros delitos que están todavía en investigación, entre ellos el del carrusel de propinas o coimas que se entregaban a los congresistas salidos de las arcas de la empresa pública Petrobras. Una práctica que involucró a todos los partidos del Congreso y no solo al PT.
Triste para la izquierda brasilera que esperó muchos años, en un continuado esfuerzo por llegar al poder a través de las vías democráticas y cuando lo consiguió representó una verdadera esperanza de cambio. Las reivindicaciones sociales que enarboló Lula fueron un alivio para las grandes masas de gente empobrecida de las favelas y para los campesinos. Sus acciones, en especial las del primero de sus dos períodos, como Fome Cero (Hambre Cero), así como las de vivienda y educación, lo catapultaron a los más altos índices de popularidad, tanto que logró llevar a la presidencia a Dilma, una ex guerrillera tecnócrata, casi desconocida en la vida política.
Pero el poder, esa enfermedad contagiosa, les pasó la cuenta de cobro. Una vez encumbrados, se olvidaron de guardar el debido comportamiento ético y cayeron en la corrupción más rampante, como cualquiera de sus antecesores.
Los recursos públicos son sagrados, esa norma tanto proclamada por Mockus, él la olvidó. Convencido de la bondad de su proyecto político, Lula se endiosó hasta llegar a pensar que nada le pasaría si recibía dádivas de empresas que contrataban con su gobierno o si compraba votos en el Congreso, o si dejaba enriquecer a sus hijos protegidos por su aureola de gran líder.
El juez Moro que llevó la investigación contra el expresidente lo dijo en el memorial con el que lo condenó: “Ni siquiera usted, está por encima de la Ley”, en una clara alusión a la actitud de intocable que había rodeado a Lula. Cada vez que tuvo que enfrentar los interrogatorios o responder por sus actos, convocó al pueblo a que lo respaldara y en actos muy numerosos, no dio nunca explicaciones, sino que cobraba apoyo por sus actos de gobierno.
Ser buen gobernante no da licencia para robar
y eso debe ser un principio
para todos los gobiernos de América Latina
Los aciertos que, por supuesto los tuvo, no están en cuestión porque sus cargos no son políticos sino criminales, así él argumente lo contrario. Ser buen gobernante no da licencia para robar y eso debe ser un principio para todos los gobiernos de América Latina, en donde la gente se resigna a la corrupción con tal de que sus dirigentes produzcan algún resultado.
Recuerdo que eso pasó en mi ciudad, Cali, cuando a un alcalde, cuestionado por el proceso 8000, la ciudad lo respaldaba con una frase cínica: No importa que robe, pero que haga. Es un sofisma gravísimo para la gobernabilidad. Robar es totalmente incompatible con gobernar y no puede haber un buen gobierno, con corrupción.
El otro elemento a aprender de Brasil es que cuando se trata de delitos comunes, como la corrupción o el lavado, no deben existir aforados, protegidos por privilegios procedimentales que hacen prácticamente imposible llevar a juicio a esos intocables, como tenemos varios por aquí.
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