Catherine Nixey es una historiadora, docente y periodista inglesa, graduada en Cambridge, que escribe desde hace años en la sección cultural de The Times. Gracias a un oportuno regalo de cumpleaños tuve oportunidad de conocer su libro The Darkening Age, traducido como La edad de la penumbra, impreso en Colombia por primera vez en febrero de 2019 y varias veces reimpreso desde entonces, en el que aborda una cuestión importante y polémica.
Sin ánimo de derribar a Dios o al cristianismo, asuntos a los que no se refiere nunca, la autora aborda la espinosa tarea de contarnos cuál fue la historia real del surgimiento y expansión de la nueva religión en el imperio romano. Haber llegado a adquirir el carácter de culto oficial por decisión del emperador Constantino, comenzando el siglo IV de nuestra era, convirtió a sus seguidores en implacables perseguidores de quienes no siguieran su fe.
La posición generalmente adoptada en Occidente, suele presentarnos el cristianismo como la religión del amor y la paz, inclinada fervientemente al perdón, en buena parte opuesta a los radicalismos y fundamentalismos, que se achacan más bien al mundo asiático musulmán. Conocemos los registros de la Inquisición y sus torturas, quema de herejes y demás fanatismos, de algún modo aceptados como desviaciones medioevales del camino justo.
Pero pocos se han tomado la molestia de ir muchos siglos atrás, para indagar los hechos en los que en verdad hunden sus raíces esos extremos. Desde luego que los siglos XVIII y XIX fueron ricos en críticos agudos del mito cristiano, atacando de raíz hasta la misma idea de Dios. Sin embargo aquella labor demoledora se fundió de tal modo con las posturas ideológicas y políticas de índole materialista y socialista, que terminó interpretada como propaganda al ateísmo.
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Sin atacar el mito ni las concepciones religiosas de los pueblos logra develarnos el carácter intransigente y brutal, de quienes se empeñan en imponer su único Dios por la fuerza
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Ningún argumento mejor que acusar de comunistas a sus autores. Después de todo Marx había descrito la religión como el opio del pueblo. Por eso una obra como la de Catherine Nixey adquiere un singular mérito. Sin atacar el mito ni las concepciones religiosas de los pueblos, sin desacralizar los dioses de unos o de otros, logra develarnos el carácter absurdamente intransigente y brutal, de quienes en aras de defender su único Dios, se empeñan en imponerlo por la fuerza.
A partir del año 312, con Constantino, las libertades empezaron a deteriorarse. Dos siglos más tarde se declaró que todo aquel que siguiera la locura pagana tenía prohibido enseñarla. Y que aquel que no estuviera bautizado y se opusiera a serlo sería obligado al exiliarse. Si alguno que se hiciera bautizar volvía luego a practicar sus creencias paganas, sería ejecutado sin remedio. Las creencias paganas eran ni más ni menos que la herencia cultural grecorromana.
Esto es, los más importantes avances logrados por la humanidad en todos los campos. En 2014 el estado islámico, que pujaba por imponer su nuevo califato en Siria, condenaba la música y ordenaba la quema masiva de libros. Militantes suyos se dedicaban a demoler antiguas ciudades sirias y derribaban estatuas de tres mil años de antigüedad. Buscaban destruir los falsos ídolos. Entre ellos la monumental estatua de Atenea en Palmira.
Exactamente lo mismo que hicieron los cristianos mil quinientos años antes. Algo que se olvidó por completo en el mundo moderno, tras siglos de educación religiosa controlada de modo absoluto por la Iglesia. Según esta, el mundo clásico recibió con entusiasmo la religión monoteísta, despreciando sus Júpiter y Venus. No fue así. La tiranía cristiana se encargó de la destrucción despiadada del mayor conjunto artístico creado en la historia.
Durante el siglo II, Galeno, el máximo representante de la medicina romana, sostenía que el progreso intelectual dependía de la libertad para preguntar, cuestionar, dudar, y por encima de todo, experimentar. Para creer en algo había que demostrarlo. A menos que se fuera cristiano, para quienes bastaba con afirmar Dios ordenó, Dios dijo. Ellos fundaban sus creencias en algo que llamaban fe, sin experimentos ni observaciones. Y se sentían orgullosos de ello.
Para los griegos la fe constituía el escalón más bajo del conocimiento. Y fue esta la doctrina que terminó haciendo añicos la cultura y el mundo clásico. Para San Agustín la obligación de todo buen cristiano era convertir a los herejes, incluso contra su voluntad. No siempre la gente sabía lo que era bueno para ella. Uno de los ejemplos más emblemáticos de estas ideas fue el salvaje crimen de Hipatia, la astrónoma y matemática de Alejandría, por una turba enceguecida de cristianos.
La obra de Catherine Nixey, publicada por el grupo editorial Penguin Random House, desnuda con transparencia los extremos a los que conduce cualquier tipo de intolerancia. Es por tanto un canto a la libertad de pensamiento. Nada puede ser más dañino que la idea de poseer la verdad absoluta. Un libro para regalar en esta extraña navidad que vivimos.