El hecho que a la presidencia de Colombia hayan podido llegar antisociales, solo termina demostrando los niveles de ignorancia y desesperación en que se mueven las sociedades locales, regionales y nacional, aunque la gota que desbordó la copa de la ignominia representativa de estas circunstancias se dio con Álvaro Uribe, un personaje que desde que arribó al cargo presidencial comenzó a minar los escasos cimientos éticos existentes en medio de una cultura inmoral establecida para los manejos políticos y sociales de un país acostumbrado al asesinato del opositor, a la expansión del terror y a la corrupción generalizada, hasta el extremo que se justifican y se normalizan fácilmente.
Muchos ciudadanos y habitantes del campo avalaron su inicial presencia ante la insensata y desaforada violencia propiciada por inconformes grupos antisistema que encontraron en la confrontación armada la mejor y única herramienta para enfrentar a unas élites corruptas, enquistadas entre las instituciones del Estado, y mamando pegadas a la teta del erario, sin llegar a considerar que era un método absurdo e imperfecto, ya que al usar la violencia esta trae más violencia, y que al germinar el narcotráfico fueron cooptados de inmediato por una cruenta guerra de intereses insanos, transformándolos de inmediato en los conductos regulares e ideales para que todo tipo de delincuentes y bandidos justificaran sus acciones, difuminando la imagen de luchadores sociales hasta convertirlos en aliados de los males que querían o pretendían combatir, al extremo que hoy no se sabe a ciencia cierta si eran o no unos socios estratégicos.
Ahora que el país, por un escaso margen de diferencia vale la pena aclarar, optó por recorrer un camino diferente a los acostumbrados partidos y movimientos políticos tradicionales, al elegir una alternativa progresista, nos estamos encontrando frente a un escenario disruptivo, pues el statu quo, al querer retomar el control de lo perdido, está propiciando una enervación de los niveles de violencia que el gobierno actual intenta disminuir hasta unas justas proporciones, teniendo que usar la malhadada frase de un anterior presidente, político reconocido por sus corruptas acciones, dejando en latencia las certezas que implican las probabilidades de que seamos un Estado fallido, y mucho más desde cuando nos dejamos imponer un modelo aplicado contra las drogas ilícitas a través de una guerra desaforada, impuesta por los Estados Unidos.