Por estos días, un grupo de pastusos y bogotanos pasó por Popayán. Se dieron una vuelta por el sector histórico. Se hicieron selfies en el Parque Caldas, el Puente del Humilladero y en los templos del centro. Muy bonito todo. Compraron algunos suvenires, licor, dulces. Degustaron empanadas de pipián. Lo normal. Sin embargo, hubo algo que les llamó especialmente la atención; un elemento insólito, anómalo, fuera de lugar.
El primero en descubrirlo fue el integrante más joven del paseo. Tenía unos 10 u 11 años, esa edad fangosa entre la candidez de la infancia y las hieles de la adolescencia. Iba malhumorado, seguía con indiferencia el peregrinaje, pero de repente, en una esquina cualquiera de paredes blancas, se encontró cara a cara con un ser famélico y espectral que lo arrancó de cuajo del hastío. Lo miró de frente durante el tiempo fugaz que duró la luz roja de un semáforo. Tenía los ojos más tristes que había visto nunca. El mundo se detuvo unos segundos.
Luego vino el chasquido del látigo y la expresión de dolor. La misma del hombre semidesnudo y ensangrentado de la iglesia. Solitario y perdido en la penumbra. Abandonado en la oscuridad. Lo miró por última vez mientras se alejaba penosamente en medio del tráfico enloquecedor, aturdido por los pitidos y el sol picante que anunciaba el aguacero. El chico corrió hasta donde estaba su madre, la jaloneó hasta el andén y señaló algún punto entre el río de metales reverberantes. "Allí va, mamá".
La anécdota saldrá a relucir cuando regresen a casa y compartan las experiencias. “Sí, efectivamente, en Popayán todavía hay zorras”. Y andan tan orondas por el centro de la ciudad, hasta comparten la calzada con buses, carros, motos y peatones. Como si nada, como si los flacuchos equinos que las arrastran fueran unos espectros invisibles, como si a nadie importara su presencia lastimera y su cruz eterna.