En las últimas décadas la tolerancia se ha convertido en un estandarte discursivo inscrito en el imaginario colectivo como una suerte de medicina capaz de curar toda injusticia social, a la vez que materia prima para la construcción de una sociedad mejor, más pacífica y más incluyente.
Sin embargo, dicho valor, bajo ese rancio y recurrente discurso pretenciosamente social —casi revolucionario si se quiere— se presenta como una imposición moral literalmente ineludible que debe ser interiorizada de una manera tan obligatoria que se desdibuja la delgada línea entre la tolerancia y la resignación.
Ser tolerante, sabemos bien —o al menos eso parece—, es aceptar las diferencias individuales y/o colectivas de manera que todos tengamos cabida en el universo social con las mismas garantías de expresión, lo cual, valga decirlo, a la vez que luce muy bien sobre el papel resulta también convirtiéndose en un agente capaz de generar tantos conflictos como aquellos que busca, precisamente, remediar o al menos llevar a un balance más justo.
El problema con la tolerancia es que difícilmente escapa a una jerarquización de ideas y acciones, puesto que resulta concibiéndose sobre principios subjetivos de superioridad moral que llevan casi invariablemente a la polarización. Así, cuando te tolero, lo que estoy manifestando es que tengo la disposición (¿obligación?) de aceptar lo que haces aún cuando ello vaya en contra de mi forma de ver y comprender el mundo y, por lo tanto, al tolerarte, te inscribo en una categoría que es inferior a aquella en la que creo encontrarme. De este modo, al tolerar tus diferencias, alimento mis propios imaginarios de superioridad moral; alimento mi ego (y tú también cuando toleras las mías).
Lo anterior me lleva a recordar un corto diálogo con alguien a quien conozco y que busca evangelizarme a la menor oportunidad.
—Hombre, la verdad no tengo interés en lo que vienes a expresar— le dije.
—¡Pero es que tengo derecho a expresar mis ideas!— contestó.
—Por supuesto que tienes derecho— repliqué— pero yo también tengo derecho a no escuchar lo que no quiero.
Así que, ¿cuál de los dos derechos tiene más validez?, ¿el tuyo a tratar de evangelizarme o el mío al rechazar dicha intención? Si no te escucho, soy intolerante pero tú difícilmente aceptarás que eres intolerante respecto a mi deseo de no hacerlo. Entonces, para no ser intolerante e ir en contra de la corriente, me resigno y escucho toda tu perorata en nombre del derecho de expresión (tuyo, porque el mío parece entonces no aplicar).