Una de las razones que me impulsa a votar por el Sí en el plebiscito para validar el proceso de La Habana es el tipo de personas a las que me estoy uniendo en esa causa. Parece trivial, pero no lo es. Al menos no para mí.
Sé lo que puedo esperar de los acuerdos: en el mejor de los casos una desmovilización de las Farc más o menos verificable, la obtención de una mediana verdad histórica, una reparación a las víctimas -que siempre será incompleta- y el establecimiento de una justicia transicional que, con mucho, es la más robusta que se ha logrado en cualquier acuerdo de paz en el mundo.
Apostarle a estos acuerdos me ha granjeado el calificativo de ingenuo por parte de algunos defensores del No. Lo paradójico es que no puedo dejar de pensar que la mayor de todas las ingenuidades es la de creer que ante un triunfo del No, las Farc serán derrotadas militarmente (lo que no se logró en cincuenta años de guerra) o firmarán un acuerdo para irse a la cárcel (lo que jamás ha firmado ningún signatario de acuerdo de paz alguno en el mundo).
Lo que ha sido comunicado de los acuerdos
me resulta imperfecto, pero me satisface,
en especial al compararlos con los de Irlanda, El Salvador o Sudáfrica
En resumen, lo que ha sido comunicado de los acuerdos me resulta imperfecto, pero me satisface, en especial al compararlo con lo firmado en procesos similares como los de Irlanda, El Salvador o Sudáfrica, para mencionar solo tres ejemplos.
Pero dicho esto, encuentro en mi voto una alegría que va más allá de la convicción de estar decidiendo a consciencia: la felicidad genuina de que del lado de la balanza donde me ubico se han parado personas que admiro y a quienes quisiera parecerme. Y no hablo de los académicos, de los artistas o de las figuras públicas que se han manifestado a favor del Sí - a muchas de las cuales, en efecto, admiro y quisiera emular-, sino de las víctimas que han tenido el valor de apostarle al perdón.
Salvo algún episodio anecdótico y trivial, yo no he sufrido la guerra. He crecido en la ciudad, he gozado de los privilegios de una familia sólida y de una educación robusta, jamás ha faltado la comida en mi mesa y siempre he tenido un médico a la mano cuando lo he necesitado.
Por eso mismo me sobrecojo hasta las lágrimas con la generosidad de quienes han sido desgarrados por el horror de la guerra y aún así son capaces de un perdón que yo no estoy seguro siquiera de concebir.
A ellos me quiero parecer. Y pensando en ellos, casi como un homenaje, depositaré mi voto por el Sí en el próximo plebiscito.
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De apostilla
El perdón es la puerta coquetona
por donde se nos cuela la esperanza.
Para sanar, lo sabe quien perdona,
el odio es mal doctor y nunca alcanza.