Tras las rejas
las manos son pájaros encerrados
y el hombre es uno con el hierro.
Ya de por sí resulta incómodo llevar un sello de tinta en el brazo, con el temor de que se pueda borrar en cualquier momento y quedar encerrado mientras explicas que tú no eres un prisionero, sino un visitante, aparte de tener que soportar el acoso de un tipo ―que sabrá Dios qué lo tiene allí— enamorado de tus zapatos apaches de cuero crudo, suplicándote que se los regales.
Mira que hacer la fila más aburrida del mundo y entrar a un desnudo infame, de “quítese todo” y repartir tu desnudez con otros igual de humillados y “agáchese”, porque hay gente que ha tenido la osadía de llevar droga o lo que se les ocurra metido en lo más profundo de su humanidad, y es que el comercio dentro del país de los barrotes es movido y abigarrado, donde ser dueño de un paquete de cigarrillos te da la oportunidad de ir ganando indulgencias y favores, eso en lo mínimo, ya que si tienes dinero puedes tener lo que desees, desde un aire acondicionado para tu celda hasta televisión y relaciones sexuales.
Veo entrar la comida en ollas enormes de aluminio, las lleva en una carretilla un hombre vestido de caqui, parece que trabaja para una empresa privada. El vigilante de turno revisa su contenido y le abre las puertas. Posteriormente vuelve a salir con los mismos recipientes y el guardia las revisa otra vez. Le pregunto si alguien puede ser tan pendejo para tratar de escapar de esta forma y me responde: “una vez, en una cárcel de Bogotá, trataron de sacar a un hombre que previamente habían desmembrado”. Inmediatamente se me desapareció la sonrisa tonta de conocedor. Decidí que era mejor seguir mi camino, sin dejar de imaginar que allí dentro podría encontrarse también, alguien que fuera capaz de destripar a un semejante de esta manera. Con esta perspectiva hice mi ingreso al penal.
A la distancia saludé a un inspector de policía, destituido por un asunto de tierras, pero ahí estaba esperando su pronta salida, recostado en una silla playera como quien se encuentra de vacaciones, dueño de su secreto y esclavo de su venalidad. Enseguida aparece el chicle de “qué zapatos bacanos” y mi arte improvisado de gambetearlo apunta de “noes” mientras busco el pabellón donde se encuentra la persona a la que visito, no sin antes pasar por el camino de la mendicidad, aquellos que no tienen quien los visite, pidiendo la moneda para el hielo, el tinto, la aspirina y un largo etcétera que solo ellos saben qué es verdad.
La reja que se abre, la reja que se cierra, y un sonido metálico que llega hasta el alma y eriza la piel, una sensación fea que te persigue hasta la hora de dormir, y sabes que la adrenalina juega en tu cuerpo, pues has oído tantas historias y visto tantas películas, sabiendo, además, que la realidad alimenta a la ficción. Y ese olor a alcantarilla que te recibe con una bofetada, que cuando te bañas en la tarde, horas después, parece como si lo tuvieras tatuado en tu epidermis y no entiendes que no te lo puedes quitar de encima porque lo llevas en la memoria para siempre. Entonces vuelves a escuchar esa voz fastidiosa del tipo que sigue pidiéndote los “apaches” a cambio de servirte de guía por el presidio.
Tus sentidos se encuentran en su máxima expresión, puedes ver la mano de una visita que desliza una navaja, la cual desaparece rápidamente dentro de la ropa amplia de un preso. Con ingenuidad te preguntas cómo hizo para ingresar el arma, pero prefieres no contestarte para no entrar en una larga disquisición filosófica sobre la ética del personal de guardia. Un grito de advertencia te saca de tu meditación, justo a tiempo para evitar pisar una larga cuerda que termina en un saquito de tela con corredera, la cual desciende desde el tercer piso, donde un joven te pide que le coloques alguna moneda, y sin pensar sacas una de $500 y la depositas en el saco, mientras el recluso comienza a recoger su pesca. “No le hubiera dado nada, es para el vicio”, me dice el auto impuesto guía, queriéndose poner en buena tónica conmigo.
Cuando pasamos frente al campo de fútbol, hay un partido entre reclusos y un club invitado. La curiosidad te pica, así que te acercas a la portería del equipo “local”, la cual es custodiada por un antioqueño de unos cuarenta años de edad, que se encuentra allí condenado a 35 años por “haber matado a un hijo de p***”. Viene un disparo al arco y el portero vuela atrapando la pelota de manera burda, pero efectiva, algunos aplausos, la pelota que hace una parábola en el aire, dos hombres saltan y uno queda tirado en el piso. Pregunto qué pasó y el locuaz cancerbero me responde: “a ese man le pegaron una puñalada anteayer”. Con la boca abierta me despido del paisa y sigo mi camino con mi sombra pedigüeña, calculando cuánto será la propina que habrá que darle. “Los equipos que vienen a jugar aquí pierden. Es mejor, así se evitan problemas”, me dice mi anfitrión.
Al llegar al pabellón indicado, observo una tienda atendida por un señor que conocía de cara, pero que no sabía que estuviera preso. Avispado como era, capaz de vender la misma casa a los incautos que se le atravesaran, ya se había dado maña para hacerse al manejo de este ventorrillo, que de cierta forma le da poder para obtener muchos privilegios. Compré tres cajetillas de cigarrillos y las guardé con mucho disimulo para evitar alborotar a las pirañas que nadaban a mi alrededor en un frenesí de intereses. Mando a llamar al joven que busco, previo el pago con un cigarrillo, cash money en esta colmena del infierno.
Mario* se alegra al verme, le pregunto cómo le está yendo. Es una pregunta obviamente necia, pero es la forma de iniciar la conversación. Me presenta a dos personas que comparten la misma celda con él, los saludo amistosamente, sin preguntarles sus delitos. Es sabido que los reclusos, en su gran mayoría, son “inocentes”. Lo que deja a los verdaderos inocentes en una incómoda situación de mezcla heterogénea, donde nadie sabe quién es quién, y a veces, por seguridad, es mejor que lo crean a uno culpable de algo grave, pues así se garantiza alguna tranquilidad, ya que nadie quiere pisarle la cola a un león dormido. Les regalo una cajetilla de cigarrillos a cada uno y diez mil pesos, es una compra de seguridad o protección para mi amigo. De inmediato comienzan su labor de perros guardianes espantando a todo aquel que se nos acerca, a mí, especialmente, de quien intuyen los detenidos que puedo darles dinero.
Tratas de mostrarte tranquilo, pero en el fondo no lo estás, es imposible viendo la dinámica de esta selva, donde cada quien trata de infundir miedo en el otro, como simple estrategia de la propia cobardía. Puedes ver cómo el miedo se disfraza de amenaza, cómo tiemblan los labios de quien insulta, la palidez que adquiere la piel, mucho más notorio en los hombres de color, y piensas en tu amigo, a quien sabes fuerte emocionalmente, pero sin el equipaje de vida tan necesario para sobrevivir en esta jungla. De pronto se escucha un golpe, giras y observas a un cobarde abusivo pegándole a otro que se encorva para amortiguar los golpes. Ves al guardia y lo interrogas con la mirada, éste solo desvía el rostro y continúa como si nada sucediera. Sí, lo empleado en seguridad es buena inversión.
Cuando algunos parientes se marchan, has visto como a algunos novicios les caen encima para quitarles lo que les han traído. A veces ni siquiera tienen que utilizar la fuerza, la amenaza velada de una muerte en cualquier pasillo, la violación impune en alguna noche, bastan para que las piernas tiemblen y se ceda ante la extorsión. Los comentarios a sotto voce dan cuenta de un elevado número de violaciones, incluso, algunas son colectivas, pero esto jamás será reconocido por las autoridades encargadas del manejo de las prisiones. Es más, de boca de un recluso escuché que “el que menos parece, ha sido violado aquí, después se desquita con el que llega nuevo”. Le pregunté por su experiencia y guardó silencio, se quedó mirando lejos, tomó el cigarrillo que le había ofrecido y desapareció por el fondo del patio.
Llegado el momento de partir, me despido de Mario, no sin antes hacerle algunas recomendaciones que mi experiencia como abogado me permite. Hablo con los dos guardaespaldas, les ratifico nuestro trato y les prometo averiguar algunas cosas de sus expedientes. Cuando voy por un camino pavimentado, escucho a un reo que le advierte a su visita “camina siempre por el centro, porque aquí adentro atracan y nadie fue”. Miro a los lados y acelero el paso, en determinado momento pienso que todos los que trabajan aquí son, de alguna forma, prisioneros también de este sistema carcelario, donde el poder lo tiene los jefes de patio, con gran capacidad para extender el brazo más allá de estas paredes. Es como una gran coartada, en la cual todos sabemos la verdad, pero como el guardia que vio la golpiza, volteamos la cabeza para seguir en nuestra tranquila ignorancia, como decía Sófocles: “En el no reflexionar, radica la vida placentera”.
A medida que me acerco a la salida, comienza de nuevo el concierto de “vale mía, una moneda”, voces que ignoro, pues son tantas que lo desbordan a uno. Me reviso la parte interior del brazo, allí está el sello que ni siquiera sé qué dice, me alegro de que no se haya borrado y cuando voy a cruzar la puerta para pedir mi identificación escucho la voz del tipo que me dice “entonces, llave, ¿no me va a dar las timbas?”. Meto mi mano en el bolsillo y saco un billete de dos mil pesos, creo que es el precio justo para un servicio de guía a la brava. Sonríe y lo toma, no sin antes mirar resignado mis “apaches”.
Cuando cruzo la última puerta y recupero mi libertad, me detengo y echo un vistazo atrás. Siento mucha lástima de la gente verdaderamente inocente que se encuentra allí encerrada. De las grandes tragedias anónimas que viven las familias, de las altas posibilidades que los hijos de los delincuentes repitan la misma conducta de sus padres. Siento pena por los que deseen enmendar sus vidas, pero con todas las apuestas en contra, lo más probable es que aprendan otras artes criminales y realicen alianzas con otros internos que les cerrarán las puertas para siempre a la legalidad. Sí, no es mentira, las cárceles son universidades para el crimen. Un lugar donde el hombre deja salir lo peor y pierde para siempre la inocencia.
* Mario, nombre ficticio para proteger la intimidad de esta persona.