Un día nublado y lúgubre, como lo son frecuentemente los días en Bogotá, fríos y oscuros, sólo que este día pintaba más sombrío, olía a muerte.
Era un jueves, y como algunas veces, cuando se podía, en mi rutina diaria de estudiante de la Universidad Nacional de Colombia, alrededor de las 11 de la mañana, salí de la Universidad por la entrada de la carrera 30, atravesé el puente peatonal hasta la calle 45 y entre callejuelas paralelas a la avenida llegué a Galerías para almorzar en donde vivía con un hermano y un grupo de compañeros de la Universidad. Tenía que regresar ese día, hacia la una de la tarde atravesé la entrada de la carrera 30 y ya dentro de la Universidad me dirigía a cruzar a un costado la Plaza Ché Guevara.
Creo que iba a una reunión con algún grupo político o de estudio, pues mi camino fue por la Cafetería Central como hacia la facultad de Sociología, sin embargo, antes de pasar la Cafetería Central encuentro una aglomeración de estudiantes en la entrada de la Facultad de Derecho, algunos llorando y varios gritando. Alguien había sido asesinado, se escuchaba; “El Duce”, gritaban. No hay duda, era un día de muerte.
El 15 de junio de 1995, entre 12:30 y 1:00 de la tarde, mientras los estudiantes conversaban, algunos comían y almorzaban también, un hombre y una mujer ingresaron a la cafetería, uno de ellos, al parecer la mujer, disparó al aire mientras el otro descargaba siete balas en la espalda de Humberto Peña Taylor, mejor conocido por todos en la universidad como “El Duce”.
La víctima murió a los pocos minutos sosteniendo su tesis de grado sobre la enseñanza del derecho y la crisis de la justicia en Colombia y un libro sobre el año de la tolerancia declarado entonces por la ONU. Empapados en sangre su tesis y el libro que portaba señalaban acusando lo absurdo de la intolerancia y la guerra en Colombia.
Tal cual como lo narran los escritos póstumos sobre su vida, lo recuerdo con su gabardina negra, sus discursos cargados de fervor, con su acento y fuerza santandereana, pero de gran elocuencia y brillantez, con referencias académicas de cuando en vez, de gran luminosidad, y también con el apunte preciso para dar fuerza a sus argumentos.
Yo entonces era muy joven, hace unos meses había cumplido mis 18 y con un grupo de amigos y amigas de la Facultad de Medicina conformamos un grupo de estudio y acción política que llamamos Guillermo Fergusson (médico patólogo que lucho por una medicina comprometida con la solución de los problemas sociales).
Había tenido la oportunidad de conocer a El Duce en asambleas estudiantiles y me lo topaba en la cafetería de sociología y de derecho, era alguien que siempre me causó una impresión agradable por su libertad e inteligencia. Imprimía en el ambiente con su actuar una dinámica que llamaba a la crítica y a la desobediencia ante la injusticia con su arrojo, su proceder directo, sin tapujos, dispuesto a la acción; un ser cuyas palabras y argumentos se sentían como actos por la fuerza de sus ideas.
Para alguien como yo en ese entonces inmerso en concepciones de transformación marxistas y con avidez de militancia, su anarquismo me parecía algo indomable y hasta herético, como lo era él, para fortuna de aquellos tiempos.
Él iba contra el poder en todas sus formas, siempre dispuesto al tropel, a amenizar protestas estudiantiles tirando piedras y papas explosivas en contra de tanquetas de la policía o haciendo la pinta en las paredes blancas.
El Duce era veterano de un movimiento estudiantil que resurgió combativo después de los eventos de la masacre y toma policial del 16 de mayo de 1984, y el consiguiente cierre de la Universidad por un año, y cuyo ímpetu transformador y revolucionario sobrevivió al embate de la caída del Bloque de Repúblicas Socialistas. Pero El Duce era antimarxista como lo fueron Proudhon y Bakunin, enfrentado a la Juventud Comunista, a los camilistas y a los maoístas de la Universidad, así como a los expendedores de drogas y al establecimiento universitario y policial.
Fue expulsado de la universidad en la rectoría de Antanas Mockus, para luego ser reintegrado; recibió un tiro de la policía en el abdomen mientras en un tropel saltaba sobre una tanqueta antidisturbios, estuvo hospitalizado por esa herida de bala; se encadenó en rectoría junto con otros estudiantes demandando bienestar estudiantil universitario y en protesta contra las políticas privatizadoras de la Universidad que impulsaba la rectoría de Antanas Mockus.
Humberto Peña Taylor era un estudiante inquieto, presto a la protesta y a la acción, cuyo anarquismo radical se expresaba de manera contundente a la hora de no estar dispuesto a ser seguidor de ningún grupo político o partido, ni de él mismo constituir uno o erigirse en líder de alguna propuesta o facción universitaria.
Ya a sus 28 años, después de nueve años de estar luchando por la universidad pública, estaba pronto a recibir su grado con su tesis culminada cuando aquel 15 de junio de 1995 las balas de los perpetradores de infamias segaron su vida, pues no podían dejarlo seguir y perdonarle su rebeldía e irreverencia.
En la lógica macabra de la guerra y polarización en Colombia surgieron apelativos y la designación de adscripciones para culpabilizar y criminalizar a la víctima e invisibilizar u ocultar a los perpetradores y lo inmoral y grave del acto cometido.
Desde los grupos de la universidad no afectos a sus modos lo acusaron de ser un policía infiltrado, “tira” en el argot universitario, de estar inmerso en líos de drogas con jíbaros (vendedores de drogas) del Jardín Freud; y desde el torpe establecimiento, con la derecha mediática, de ser un Guardia Rojo (grupo maoísta que entonces existía en la Universidad) o miembro del ELN.
Cobran sentido en esto las palabras escritas por el actual rector de la Universidad Nacional de Colombia, Leopoldo Múnera Ruiz, pocos días después del asesinato:
“No he aprendido a alimentar mi espíritu de lucha con los muertos. No tengo una memoria antropófaga. Todos mis muertos me hacen falta y desearía que estuviera acá. Que El Duce pudiera leer estas inútiles palabras y preparara contra mí toda su manera simbólica.
Al igual que él, no puedo acallar mi alma de tropelero llena de huecos; pero no quiero que la guíen ni la rabia, ni el dolor, ni la tristeza. El asesinato de Humberto Peña Taylor no tiene justificación, así fuera tira, Guardia Rojo, anarquista (que en parte lo era) o provocador. No podemos aceptar que el lenguaje de la muerte siga tomando nuestras vidas cotidianas y que la información sea manejada por los cultores velados o abiertos de la guerra armada”.
Hasta el día de hoy no se ha esclarecido el asesinato de Humberto Peña Taylor, como muchos asesinatos en Colombia otro más que se suma a la impunidad que imperó en un conflicto armado que permeó todos los rincones del país, y donde la Universidad no estuvo exenta.
A nosotros, los que fuimos testigos, protagonistas o víctimas, o todas a la vez, de la barbarie e injusticia no nos queda sino recordar para no olvidar y comunicar para que no se repita.