Cuando leí “Infección”, el texto que abre “Calicalabozo”, la primera colección de cuentos del caleño que saltó a la fama nacional, en los años ochenta, de la mano de sus amigos Sandro Romero y Luis Ospina, yo, siendo un adolescente, sobrepasaba ya en edad la que tenía el escritor cuando hizo aquel cuento, y me sentí un tanto desmoralizado, pero no tanto porque alguien de quince años pudiera describir con tanta precisión el pequeño infierno del inadaptado juvenil de clase alta y pareciera conocerme a mí mejor que yo mismo, sino porque el paisaje que presentaba era, en una palabra, devastador, o sea, sin espacio alguno para una esperanza que no fuera la propia intensidad de la literatura, y en el caso de este niño, lo que Kafka llamaba “la luz terrible” del genio.
Es cierto que las contrariadas palabras del final, en las que queda del todo claro que “odiar es querer sin amar”, revisten cierta compasión diabólica, pero al fin parece que solo podemos odiar, y en últimas lo que quiero resaltar ahora es un pasaje que se lee como de corrido y hoy, veinticinco años después, cuando Caicedo es reconocido como un gigante, aun huraño, de las letras latinoamericanas, me asombra cada vez más. Caicedo dice: “No sé que voy a poder hacer. Pero a pesar de todo, la gloria está al final del camino, si no importa”. Es realmente, si se mira bien, algo estremecedor. Caicedo, niño solo, de puño y letra presagia, supongo que con una angustiada incertidumbre que hace contrapeso con la seguridad cerrada de su genio, la gloria que hoy recibe.
Que nadie es profeta en su tierra, ni tal vez en su tiempo, es frase que no alcanza a describir el fenómeno literario que presenciamos hoy, que hace que cada libro de Caicedo que se reedita parece que fuera nuevo, y que incluso consigue que todos los textos marginales suyos crezcan como maleza alrededor del cuerpo de su obra más limpia, y en cierto sentido la completen sin tocarla. La edición que acaba de sacar Alfaguara de sus cuentos completos, con el hermoso facsímil de “El Ideal”, uno de sus primeros cuentos, anterior incluso a “Infección”, comprueba que desde muy temprano el caleñísimo apuntalaba sus escritos sobre una técnica impecablemente interiorizada, de modo casi inexplicable, pero gratamente eficaz. “El Ideal” es una fábula que desde ya contiene a todo Caicedo, y su estructura, que alterna descripciones de una frustración colectiva anónima, con llamados lastimosos al Ideal que nos abandonó a todos quizá desde pequeños, una ilustración de su pericia total.
Nos parece, sin embargo, y en ello hace énfasis Juan Gabriel Vásquez al prologar la edición, que es el desacomodo social, primordialmente existencial, lo universal y perenne de Caicedo. Que su dicción, su estilo, permita emerger lo que llamo universal, y en ese sentido sea tal vez más decisiva, es cuestión por discutir, que yo a veces privilegio y a veces pongo en segundo lugar. Leyendo “El Ideal”, ese comienzo en el que describe a la multitud en ese aburrimiento, en esa, no falta, sino necesidad de opciones, y ese visionario final (“toman lo que se les presente [...] todo les da lo mismo”), cuando “el Ideal” los ha abandonado, me convenzo de que fue la negativa de Caicedo de aceptar la realidad, de conciliar con un sistema de conveniencias mediocres, lo más grande en él, lo que hace que lo veamos incluso como una suerte de modelo, de verdadero “ideal”, inalcanzable, pero que, este sí, no nos abandonará.