Cuando Víctor Hugo publicó en 1831 Nuestra Señora de París, la catedral construida en el siglo XII se estaba cayendo a pedazos: saqueada durante la revolución de 1789, las estatuas de su fachada decapitadas, la fábrica batida durante siglos por el clima. El libro, que trascurre en la Edad Media y es la historia del amor imposible de Quasimodo el jorobado sacristán por la bella Esmeralda, tuvo tal éxito que los ojos se volvieron sobre el templo y la necesidad de restaurarlo. En 1845 se encargó de los trabajos a Eugène Viollet-le-Duc, un arquitecto empírico con ideas muy peculiares sobre restauración, que hoy no serían aceptadas. Una de sus inspiraciones fue la obra de Víctor Hugo. De modo que la catedral terminó siendo casi más producto de la literatura que de la historia. Las gárgolas y quimeras, seres entre fantásticos y diabólicos, los apóstoles en bronce y la altísima flecha, que adornaban su exterior, fueron añadidos de Viollet-le-Duc, como lo fue parte de su decoración interior llena de vivos colores.
Viollet-le Duc, había hecho trabajos parecidos en varias iglesias, castillos y ciudadelas medievales, y su versión de lo que era la arquitectura de la Edad Media fue muy controvertida en su tiempo. Controversia que llegó hasta nuestros días cuando más de siglo y medio después, el 15 de abril de 2019, un incendio destruyó su trabajo y dejó la catedral sin flecha, sin apóstoles, (que habían sido retirados antes), sin gárgolas y con su interior semidestruido. Después de mucho debate y absurdas propuestas modernistas, se decidió reconstruirla de modo idéntico (à l'identique), pero no como era en el siglo XII, sino en la versión neogótica del siglo XIX. La famosa floresta, que era la compleja estructura de madera que soporta el techo y que ardió como yesca, fueron reconstruidas, como lo fue la flecha. Las figuras restauradas, apóstoles, gárgolas y quimeras, volvieron a su sitio.
Tras mucho debate y absurdas propuestas modernistas, se decidió reconstruirla de modo idéntico pero no como era en el siglo XII, sino en la versión neogótica del siglo XIX
Volvieron también dos cosas un tanto exóticas salvadas del incendio: la corona de espinas de Cristo y la gran alfombra del coro. La corona de espinas es una historia de credulidad de no creerse. Se oye hablar de ella por primera vez en Jerusalén, quinientos años después de la muerte de Cristo. Es llevada a Constantinopla por el emperador Balduino. En el siglo XIII es adquirida por Luis IX de Francia que paga un Potosí. Construye para ella el relicario más bello del mundo, La Sainte Chapelle, donde también mete la mano Viollet-le-Duc. Luego ya sin espinas, que se reparten por toda Europa, va a dar a Notre Dame, un círculo de ramas entrelazadas en un estuche de cristal. Se salva del incendio porque por su valor, es lo primero que se rescata. Pero vaya uno a saber si como tantas reliquias, aquello fue un timo. De paso, como el emperador de Bizancio no podía vender la corona sin incurrir en el delito de simonía, que es el tráfico comercial de objetos sagrados, él entregó la corona y Luis IX le armó un ejército que costó la mitad de los recursos anuales del tesoro francés. Una bicoca si se compara con la conversión de París en la nueva Jerusalén, la legitimidad divina de la dinastía Capeto y como si fuera poco la llegada a los altares del mismísimo rey, ahora conocido como San Luis.
La gran alfombra del coro, que pesa más de una tonelada y tiene 200 metros cuadrados, la ordena Carlos X en 1825, pero solo es terminada en 1838, cuando el rey, último Borbón, ha caído por sus pretensiones absolutistas y reina Luis Felipe de Orleans, su primo, aclamado por la Asamblea como Rey de los Franceses, o sea con un poder que nace del pueblo que se encarga luego de destronarlo. La enorme alfombra se estrena para el bautizo de su nieto el Conde de París, que tampoco será rey. Se usa raramente. Para el matrimonio de Napoleón III con Eugenia de Montijo, él sin gota de sangre real en sus venas y ella de la pequeña nobleza española, elevados a las alturas también por el pueblo que se encarga luego de destronarlos. También su usa en el bautizo de su hijo, el Príncipe Imperial, que muere muy joven masacrado por los zulúes mientras es oficial del ejército británico cuando ya su padre no es emperador. La última vez se usó en la visita de Juan Pablo II. El papa Francisco se excusó de asistir a la ceremonia de reinauguración, donde hubo cuarenta jefes de estado, vaya uno a saber por qué, cuando debió ser el anfitrión por tratarse de la Casa del Padre. La alfombra se salva del incendio y fue restaurada pero no usada en la ceremonia de reinauguración. Los reyes, los papas, los incendios y las vanidades del mundo pasan; permanece el mito maravilloso de la virgen María y su niñito, en honor de quienes se hicieron todas esas cosas.
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