No conozco una mejor anatomía de esa espantosa enfermedad llamada aburrimiento, que la realizada por Michel Tournier en un pequeño texto titulado “El acuario”. Dice Tournier, que no es extraño que los niños y los adolescentes sean propensos a sufrir de aburrimiento, dado que “el ritmo vital del niño late diez, cien veces más deprisa que el del adulto, y necesitaría una materia vivida diez y cien veces más rica para colmarlo”.
Esa particular naturaleza del niño, explica tanto su avidez de novedad, como la miseria de no poder llenar todas sus horas con la misma riqueza que le proporciona a cualquiera un nuevo viaje o un inesperado amor. Las horas del niño transcurren con tanta apertura que resultan insaciables.
Fruto del aburrimiento, son esas infinitas jornadas de contemplación infantil de objetos insignificantes, así como esos tontos rituales que llevan a los niños a inventar mundos y ensoñaciones con la misma facilidad que los condenan al olvido.
Pero quizá no hay una cualidad más inquietante del aburrimiento que la crueldad, esa violencia gratuita e impúdica que Haneke describió magistralmente en su película Funny Games. Aburridos, los adolescentes son capaces de consumar actos verdaderamente horrendos y de convertir su fantasía en un campo de prueba para pequeños apocalipsis.
"Es propia de su edad —dice Tournier— esperar la llegada de algo o de alguien extraordinario que va a renovarlo todo, que lo trastornará todo, aunque se trate de una catástrofe planetaria. Salir de viaje, o mejor aún, una mudanza, bastan para sumirle en la embriaguez. En 1938, 39 o 40, yo tenía trece, catorce, quince años. Recuerdo el fervor con que rezaba para que estallase una guerra y enviase al cuerno toda la sociedad de cucarachas en la que yo agonizaba. Fui colmado más allá de todos mis deseos…"
Qué paradoja: nada más efectivo para calmar el hambre de vida de un chico aburrido, que una sorpresiva y deseada hecatombe.
Pienso todo esto mientras releo a esa hambrienta jauría de periodistas y autodenominados “analistas” políticos que, hasta hace unos pocos días, calificaba con cierta decepción a la actual campaña presidencial como “aburrida”.
Una campaña “gris”, “sin novedades”, “repleta de lugares comunes”, juzgaban aquí y allá todos esos críticos frustrados por una realidad política que parecía no estar a la altura de sus expectativas de recreo y diversión. Acostumbrados a vivir una política hecha espectáculo, su único modo de valorar el poder es como lo harían con cualquier fiesta o comparsa. Seguramente, son esos mismos cuyo juicio cinematográfico se limita a un “aburrida” o “muy lenta” o “con poca acción”.
Todos estos periodistas tan pueriles, dignos hijos de un periodismo colombiano infantilizado, no tenían nada más que aportar a la opinión pública que su desencanto con una campaña presidencial no hecha a la medida de su hambre de show.
Hasta que llegó la carnicería deseada.
Tan pronto irrumpieron el narcotráfico —con esa suerte de omnipresencia de la que goza desde hace décadas en la vida colombiana—, las interceptaciones ilegales, las mutuas acusaciones de corrupción y la propaganda negra, se iluminaron los ojos de todos esos afligidos periodistas que morían de aburrimiento con la campaña presidencial. Ahora la política se les tornaba “interesante”, colorida, henchida de matices.
Y se dedicaron entonces a lo que mejor saben hacer: hablar con hipocresía del asco que les genera una realidad política que ellos mismos engendran, despotricar de un show nauseabundo que anticipaban en sus fantasías y muy apropiado para mejorar el alicaído rating.
¡Felicitaciones, amigos periodistas! La política colombiana les ha colmado más allá de todos sus deseos de podredumbre. Pero no canten victoria: en mes y medio volverán sus aburridas horas de vana reflexión.