Un crimen imperdonable que horroriza al Catatumbo
Opinión

Un crimen imperdonable que horroriza al Catatumbo

Pobre país, en donde, con banderas supuestamente ideológicas, campean en absoluta impunidad los peores dementes

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julio 03, 2024
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No fue sino conocer guerrilleros de Norte de Santander, para comenzar a escuchar la mención de La Gabarra, un corregimiento del municipio de Tibú, ubicado a orillas del río Catatumbo. Era el año 1994 y de varios frentes del recién creado Bloque del Magdalena Medio habían enviado al sur de Bolívar combatientes con uno u otro propósito, tomar un curso de enfermería o ser sometidos a cirugías durante el mismo curso. Incluso, había barís.

De entrada, me gustaron los catatumberos, mujeres y hombres con una capacidad de trabajo físico impresionante, fuertes, incansables, poseedores de un especial sentido del humor que los llevaba a bromear y reír a carcajadas todo el tiempo. Conservo aún una nostálgica amistad con varios de ellos, con quienes ocasionalmente nos cruzamos mensajes por las redes. Una bella muchacha, ahora madre de unas niñas preciosas, recién me compartió un sentimiento.

Venía en forma de video, una publicación en Facebook. Centenares, quizás más de un millar de personas, marchaban adoloridas, resentidas, furiosas, en un cortejo fúnebre en el que destacaban aquí y allá bombas de plástico de color blanco y azul, como las que suelen sacar para la procesión de la virgen del Carmen. La mayoría, vestidos con blusas o camisetas blancas, enrostraban a alguien indeterminado las consecuencias de su despiadado crimen.

Yeiko, como se daba a conocer en las redes sociales, un joven líder comunitario que llevaba varios años dedicado a difundir por las redes sociales las cosas buenas de la región de La Gabarra y el Catatumbo, un hombre ejemplar que no hacía sino servir a la comunidad y a su corregimiento, publicando las historias más conmovedoras y altruistas del territorio que lo rodeaba, había sido encontrado en la zona rural unos días atrás, torturado y baleado de manera infame.

Su nombre oficial era Jorge Méndez Pardo, un muchacho delgado y de lentes de montura clásica, poseedor de un sentido de humanidad excepcional. Su página de Facebook, donde colgaba los videos que daban cuenta de sus actividades comunitarias, lleva el nombre de La Gabarra con una imagen diferente, y puede ser explorada por quien desee conocer su dimensión personal y la de su obra. Su gente lo llora y asegura que no va a perdonar nunca semejante afrenta.

El objetivo de la vida de Yeiko era uno solo, dar a conocer al departamento, al país y al mundo si fuera posible, la condición económica y política, pero sobre todo social, de la región del Catatumbo, particularmente de ese pueblito que amaba con toda su alma, La Gabarra. Cualesquiera que fuera el objetivo que persiguiera una vereda, una familia, una comunidad o una persona desvalida, Jorge ponía sin vacilar su página a su servicio.

Consciente de que un estigma pesaba sobre La Gabarra, territorio asediado por guerrillas de todos los nombres, paramilitares y bandas a granel, se había trazado una consigna, demostrar que los buenos eran más, que la violencia comenzaba a ser cosa del pasado, que el empuje de la población resultaba de lejos muy superior al de quienes se empeñaban en hundirla en el aislamiento y el abandono. Hay que ver sus videos, son cortos, recomiendo mirarlos, su belleza estremece.

Esta es mi tierra, dice ante la cámara que toma al fondo La Gabarra, la tierra que me vio nacer, crecer, la tierra que me da de comer, y, aunque fuimos brutalmente atropellados por la violencia, aquí estamos parados en la raya. Somos campesinos trabajadores, emprendedores, con los pies sobre la tierra. Madres, padres, hijos, familias completas, otras incompletas, un corregimiento que necesita ya tener una visión desde otro punto de vista, así hablaba, así soñaba.


La fotografía de su cadáver arrojado sobre un pastizal, duele como si se tratara de un Cristo. Nadie, tiene el derecho, por la razón que quiera esgrimir, a cercenar una vida de estas


La fotografía de su cadáver arrojado sobre un pastizal, duele como si se tratara de un Cristo. Nadie, absolutamente nadie tiene el derecho, por la razón que quiera esgrimir, a cercenar una vida de estas. Seguramente, habrá argumentos repetidos que asquean. Que tenía relación con los mordiscos, o con los elenos, o los marquetalianos, o con los epelinos, o con los paracos, o con alguna banda, o con los servicios de inteligencia militar o policial.

Igual, se trata de un asesinato miserable, imperdonable por una comunidad que tenía en él su referente y apoyo. Quien lo haya cometido, obra bajo la lógica perversa de imponer sus razones, las únicas admisibles, la verdad con que lo justifican todo. Pobre país, en donde, con banderas supuestamente ideológicas, campean en absoluta impunidad los peores dementes. En algún lugar han de estar celebrando el triunfo de su revolución, su contrarrevolución o su corrupción.

Las niñas, los niños en medio de su cotidiano sacrificio, los ancianos, los enfermos, los desamparados, los grupos musicales, los artistas naturales, los pescadores del río, todos los que bajo el fuerte aguacero acompañaron indignados el féretro, lo expresan entre sus lágrimas, no queremos más redentores, fuera para siempre, asesinos.

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