Las elecciones presidenciales de 2018 tuvieron una especie de prólogo el 2 de octubre de 2016. Ese día, por primera vez en nuestra historia, los colombianos fuimos a las urnas a decidir sobre el acuerdo de terminación de un conflicto armado que dejó cerca de 8 millones de víctimas en los últimos 50 años. Por la trascendencia y las consecuencias de la decisión, tendría que haber sido un proceso por encima de partidos, agrupaciones y grupos, pero, en un ambiente altamente polarizado y politizado, ciertos sectores vieron en la jornada una oportunidad para cobrarle al presidente la osadía de haber cambiado el libreto de 8 años y de traicionar a su antecesor.
El presidente, impopular, errático y exponente fiel del clientelismo imperante en todos los gobiernos anteriores (no existen aliados, sino socios de negocios, cupos indicativos y “gobernabilidad”), se la jugó por poner a consideración de los ciudadanos un acuerdo de 300 páginas sobre múltiples temas, firmado con una guerrilla despreciada y odiada, que desde su soberbia y miopía poco o nada había hecho por reconocer los graves delitos cometidos o por iniciar procesos reales de reparación. A lo anterior se le suma una oposición bien organizada para la cual era claro que la rabia, el miedo y la incertidumbre, que giraban alrededor del proceso, eran combustibles efectivos para la movilización política. Como lo reconoció el flamante Gerente del No, fue “la campaña más barata y efectiva de la historia”. Con mentiras, consignas religiosas, teorías de la conspiración e inexactitudes sacaron gente a “votar verraca”. El coctel estaba servido y fue explosivo.
Ganó el No. Con la abstención más alta en 22 años (62.59 %) y solo el 0.43 % de diferencia (53 894 votos), se sentenciaba la jornada. Ganó el No. Confieso que el resultado me afectó, y aun me afecta, profundamente. En una columna en este mismo medio en septiembre de 2016 titulada “El día después” hablaba de los escenarios en caso de triunfos del SI y del NO. El mensaje central apuntaba a que, pasara lo que pasara, todos teníamos “la obligación de repasar las lecciones de 52 años de dolor y destrucción y debemos jurar solemnemente que estaremos listos para desactivar las cargas de odio, ignorancia, temor y egoísmo que desencadenaron esta tragedia. El único triunfo será la construcción continua, conjunta y decente de una mejor sociedad.”
En ese momento estaba bastante claro qué pasaría si ganaba el Sí. Creo, sin embargo, que nadie sabía lo que ocurriría al triunfar el No. Yo, por ejemplo, di por sentado que las Farc volverían a la clandestinidad y que probablemente se acabaría el cese al fuego. Afortunadamente esto no pasó. Solicité que los líderes del No presentaran su proyecto de revisión del acuerdo en las primeras horas del lunes. No lo hicieron, porque no lo tenían (muchos esperaban que ganara el Sí para gritar “¡fraude!”). Empezaron, eso sí, un proceso de diálogo y negociación luego de que el equipo del Gobierno hiciera análisis, revisiones y proyecciones con las Farc. Confieso también que me alcancé a entusiasmar con las fotos de los apretones de manos y las reuniones entre el presidente y el expresidente. Yo lo sé, me pueden llamar iluso.
Acerca de esa negociación a puerta cerrada hay muchas especulaciones y versiones. Ahí estuvieron, a lado y lado de la mesa, un buen número de precandidatos presidenciales, además de los líderes de algunas iglesias cristianas a favor del No. Se realizaron 10 cambios importantes al acuerdo, pero al final no se logró que los sectores del No apoyaran y respaldarán el fin del conflicto con las Farc y la construcción de la paz . El ex alto comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, sintetizó perfectamente la situación cuando reconoció que estuvieron a centímetros de un acuerdo pero “era demasiado tentador para ellos (los del No) construir el 2018 sobre la victoria del plebiscito. Estoy seguro de eso. Ese capital político no lo iban a entregar.”
“Era demasiado tentador para ellos (los del No)
construir el 2018 sobre la victoria del plebiscito. Estoy seguro de eso.
Ese capital político no lo iban a entregar”: Sergio Jaramillo
Un año después del triunfo del No los fusiles ya no existen. Las Farc son un partido político con profundas fracturas internas intentando organizarse en un ambiente aun polarizado y lleno de resentimientos. Se han salvado cerca de 3000 vidas por cuenta del fin de las hostilidades. Solo cerca del 5 % de los miembros del grupo insurgente están en las disidencias (según estudios especializados, en los procesos de reintegración reinciden entre un 15 % y un 25 % de los excombatientes). Y nos encontramos ante una de las crisis institucionales más profundas de nuestra historia reciente.
Nos separan 7 meses de la primera vuelta presidencial y, mientras algunos quieren mantener vivo y vigente el ambiente que rodeó la campaña y la votación del plebiscito, la gran mayoría del país se asombra con los descarados niveles de corrupción y con la desfachatez de una clase política que se niega a reformarse y que levanta quorum y embolata debates para presionar por gobernabilidad. ¿Cuatro años más de polarización o posverdad?, ¿de clientela y corrupción? Eso sí sería un conejo incomible.