Desde un principio, y lo aclaro como primera instancia, este escrito no tiene como objetivo fomentar la violencia o incentivar el odio entre las personas, todo lo contrario. Este texto apunta a una mayor empatía entre los colombianos. Es preciso no imponer un significado mayor más que el de la humanidad que, dentro de lo yo creo como colombiano y ciudadano del mundo, aún nos queda. Dentro de mi impotencia, más bien ahogándome dentro de ella, escribo lo siguiente.
Este era un señor como cualquier otro, un campesino trabajador que vivía de la ganadería. Desde muy pequeño vestía camisetas de fútbol antiguas, por alguna razón encontraba fascinación por los colores azules. Usaba botas pantaneras, un pantalón suelto de color gris y una cachucha un tanto desgastada que había heredado de su abuelo. Desde muy pequeño le inculcaron el trabajo arduo del campo, a los 5 años se le veía acompañando a su papá en una rutina que cualquier otro trabajador pudo haber tenido en este país u otro país.
Despertarse en la madrugada, bañanarse y vestirse para salir con su papá. Hacer un chequeo diario de las vacas, ordeñar y llenar cantinas de leche para vender en el pueblo. Bajo el sol, bajo la lluvia, acompañaba a su papá en lo que siempre pensaba, era el negocio familiar. Una hora y media le tomaba regresar a casa, cansado jugaba con los perros de la finca, abrazaba a su mamá todas las noches antes de dormir, después de todo seguía siendo un niño. Tenía 36 años cuando falleció. Se llamaba Diego Molano.
A pasar los años, a raíz de esa rutina que llevaba de niño, ahora un joven Diego, toma las riendas del trabajo de su papá, supo crecer y mejorar el negocio de su familia. Ahora llevaba carne a don Iván, el carnicero del pueblo que lo instruyó desde pequeño y le hizo ver una buena inversión en el negocio de la carne. Carne y leche parecían ser una buena combinación para mejorar las ganancias en casa: a mayor ingreso, mayor cantidad de vacas podía comprar y mantener. Aun así le costaba bastante; los precios subían y subían, los impuestos parecían que no se detuvieran en la curva de crecimiento. Era más difícil mantener el ganado, y sin mencionar sus dos pequeños hijos.
A sus 20, Diego, su esposa Marcela y sus hijos (Sofía y Juan Felipe) vivían del esfuerzo y de las ganas de salir adelante. Frente a obstáculos que se presentían, se mantenían juntos en familia, con amor y cariño. Para Diego, sus hijos y su esposa eran la inspiración que necesitaba día a día. Se desvelaba y se desvivía por los ojos de su hija Sofí y la tan peculiar risa de Juanfe, que a veces parecía que se fuera ahogar con su propia saliva. Juan Felipe tenía 12 años cuando se lo arrebataron una noche de entre los brazos de su familia.
En el desespero, Diego trató de luchar, forcejeaba pero no le quedó más opción que dejarlo ir. Amenazado de muerte, su esposa e hija amarradas y quién sabe qué cosas más; se veía impotente, vulnerable, con miedo. Don Diego se levantó y fue directo a la policía para reportar el secuestro de su hijo. Estando allí, con los ojos hinchados y el corazón destrozado, se percató que no era la única persona con una situación similar. Familiares con sangre en manos, moretones, cortadas, brazos rotos y entre muchos más indicios de violencia física. Con rabia gritaba y gritaba por su hijo, su esposa e hija traumatizadas en casa y él allí, rogando a flor de corazón entre una multitud de llantos y de sufrimiento. Parecía una gota más en un charco de sangre sobre el pavimento.
El luto, un sinfín de conmemoraciones, de sepelios, de entierros. Una desfile de antorchas y sin un Sady Gonzalez a la vista para reportarlos. Los días pasaban como meses, sin noticias de su hijo, sin noticias de su situación en los medios. Como ese dicho que dice “si un árbol cae en medio del bosque y nadie lo escucha”, jamás pasó. Hasta que un día no había un bosque suficiente para silenciar los estruendos de la noche. Un bombardeo por parte del ejército que resultó ser exitoso en contra de un cabecilla de las Farc. La pregunta es: ¿a qué precio? El ejército entra y encuentra cuerpos por todas partes. Se reportan menores de edad: este es el precio. Diego, apresurado con la respuesta a esa pregunta entre sus lágrimas, se da cuenta de que Juanfe es uno de ellos. Juanfe no peleaba por una causa ni por honor. Darle un arma a un niño es como darle un juguete o algún otro objeto, la curiosidad y su inocencia serán quienes reaccionen. Juanfe resultó ser cenizas entre un millón de almas.
Con rabia, dolor y odio, Diego atacaba a grito herido al Ejército y a quienes se lo llevaron. Él y su familia se convirtieron en daños colaterales de una guerra a la cual no pertenecían. Pero si es guerra lo que quieren, le dieron razones suficientes para entrar cuando el ministro se refiere a su hijo como una “máquina de guerra” porque no estaba estudiando. Juanfe, un niño de 16 años, que ayudaba a trabajar a su papá Diego, como alguna vez él lo hizo con el suyo. Juanfe, un niño que al reír parecía que se ahogara con su propia saliva.
Pasan los días, Diego se una a protestas en su pueblo, a cantos y llantos de luto, a congregaciones y misas de apoyo, nada nunca será suficiente. El gobierno responde: no había niños involucrados en el ataque. Juanfe dejó de existir, ya no pertenecía a un recuerdo, lo suprimieron como a una ficha que no encaja en un rompecabezas. ¡Ya fue suficiente! Era hora de ir a la capital a hacer algo al respecto. Diego y otros muchos se unen entre marchas directo a la capital. Una tormenta bajo los pies de los caminantes que grita y llora contra un país que no solo los silencia, sino los elimina de la historia.
Hay que protestar, llegar a la capital y parar para avanzar. Muchos estaban allí por razones diferentes, pero algo no cabe duda: Diego se sentía respaldado por un pueblo que, aunque no lo conociera personalmente, sabía que la memoria de su hijo era una razón más para que esa multitud marchara con él. Como el trabajo duro en su pueblo: bajo el sol, bajo la lluvia, ahí estaba él con la esperanza en un puño levantado y un cartel con la fotografía de su hijo.
Allí estaba el cuando las fuerzas militares y policiales los atacaron. Ahora Diego envuelto en una guerra en donde no había forma de ganar. Bombas, balas y gritos era lo único que lograba escuchar. Salió corriendo, pero no llegó muy lejos. Lo último que vieron sus ojos aun abiertos fueran las botas negras y los escudos, el rugir de los tanques y luego, todo se volvió blanco, su vida se desvaneció con el gas lacrimógeno. Su cachucha empapada en un charco sangre sobre el pavimento.
Tenía una ropa similar a la que cualquier otro colombiano pudo haber usado: camiseta de colores y pantalón gris. Se llamaba Diego Molano, como cualquier otro colombiano. Tenía 36 años cuando lo asesinó el Estado. Tenía 36 años cuando rogaba ser escuchado. Tenía 36 años cuando le arrebataron la vida de su hijo. Tenía 36 años cuando dejó a su esposa e hijas traumadas en casa. Como cualquier otro colombiano. Se llamaba Diego Molano, tenía esposa y dos hijos, trabajaba desde muy pequeño. Un colombiano más que queda atrapado en el silencio de las vidas tomadas por la fuerza y la violencia en las calles, un colombiano más que solo buscaba ser escuchado y entendido.
En fin, un colombiano más.