El hecho de haber nacido en la ciudad no me hace un hombre citadino porque crecí en un pueblo. Mi padre se dedicó a enseñar. Generalmente educaba en la zona rural de algunos municipios costaneros de Córdoba y sectores del Urabá antioqueño, por lo que la vida en el campo fue una constante durante la etapa párvula de mi existencia. Lo “montuno” no es del todo indiferente a mi condición.
Los recuerdos prístinos de mi memoria acercan momentos de lavaderos a orillas de quebradas, techos de palma, paredes de guaduas, luces de mechones a petróleo, nada de energía eléctrica, ni televisores, caminos de herraduras; burros, caballos y reses atollados, personas con apariencias tiernas y pintorescas, sudor y pies descalzos; noches sin arreboles que recogían el original color que pudieran impregnar la luna, estrellas y luceros de aquellos tiempos a la segunda mitad del día... algo sencillamente misterioso e impresionante.
Nombres de pueblos como los Almendros, San Pedro, San Miguel, La Arenosa, Bochinche, Urango, Las Palmas, entre otros, merodean mi cabeza y también tienen algo de los días que me pertenecieron.
La educación impartida por mi padre, y también por mi madre, es el fundamento de mi formación. El Instituto Elemental de Cultura, fue la escuela que concedió mi primer diploma académico. Una especie de colegio privado, cuyo rector y propietario era Él, mi padre.
Recuerdo que muchos pagaban con especies la colegiatura de sus hijos. Eso nunca incomodó, ni afectaba las finanzas de la empresa: gallinas, pavos, carne de res, pan coger y todo lo necesario para desayunar, almorzar y cenar. En aquel tiempo 4 hermanos y yo teníamos lo necesario para seguir: educación, alimentación y techo.
Así como yo, mis hermanos estudiaron la primaria con mi padre, esto podría dar impresión de ser una ventaja sobre los demás estudiantes... pero así no fue. Siempre eramos los primeros en pasar al tablero posteriormente a una explicación, lo cual implicaba mejor atención por nuestra parte. Algún error nos hacía merecedores de sendos tablazos en las manos. Eramos mi hermana-“la morena”- y yo, quienes poco recibimos este tipo de punición. Debíamos ser ejemplo siempre en todo.
Todavía sueño con regresar a esa infancia y junto con mi hermano mayor y otros amigos, de aquellos tiempos -de esos que viven en los recuerdos- nadar en las represas y quebradas de Santa Rosa de la Caña, entre los límites de Córdoba y Antioquia. En este viví mas que en los otros, en un periodo comprendido de 1983 a 1989.
Recuerdo con mucho agrado los primeros años de mi infancia en aquel sitio donde la vida era más fácil, aquí no importaban marcas, ni moda. Sólo importaba vivir, reír, respirar, jugar al bate (o mejor al béisbol) por las tardes con guantes y bolas de trapo bajo la mirada de nuestros mayores, quienes tomaban café en diversas casas que rodeaban la plaza del corregimiento. Siendo más concurrida la de don Marcelo Páez, uno de los señores respetados por todos en el pueblo. Autorizado por los padres nuestros, para que regañase o echara pa’ la casa a quien se portara mal cuando ellos no estuvieran ahí, pendientes.
Los trece policías que cuidaron el pueblo hasta mediados de los 80, en un pequeño establecimiento de cemento y arena, ubicado diagonalmente a la pintoresca iglesia donde recibí mi Primera Comunión y el sacramento de la Confirmación, veían a este Señor, Don Marcelo, también con mucho respeto. Lo recuerdo aún con su perro pasando por el frente de la casa y saludando –¡uhe, “Profe”!- a ese tipo que todavía hoy, gracias a Dios, es mi papá; porque por lo menos eso no lo pudo, ni podrá, cambiar la violencia.
Todavía sueño con regresar a esa infancia y alegrarme con el carrito de pasta que el “Niño Dios” dejara encima del toldo, en la cama de madera que ocupamos hasta entrar a la adolescencia, mi hermana menor y yo. Allí donde antes de dormir hablábamos y dibujábamos nuestros rostros del futuro y donde también soñabamos con ser grandes.
Sueño con volver a la pequeña escuela del pueblo, donde aprendí a leer, contar, escribir y en cuyo patio, realicé por primera vez, una presentación en público declamando la poesía de un autor que no recuerdo, y que así empieza: “niño indio, niño indio...” pero que no pude terminarla por que “me atacó un pánico escénico”, fallándome la memoria y no faltándome las lágrimas.
Como en aquellos años, antes de 1989, hoy sueño... ¡pero no con ser grande, no con ser adulto, NO!, ahora sueño con ser aquel que en 1983 llegó a Santa Rosa de la Caña, corregimiento del Municipio de Los Córdobas, con tan solo 7 años de edad; para de nuevo: vivir, reír, respirar, jugar; y soñar con ser grande.
Ahora, un pequeño poema -¡sobre los sueños, claro está!- que escribí en alguna época de mi vida. Mucho después de haber llegado a esta ciudad donde sólo nací y que poco a poco he aprendido a amar:
“Te amo noche porque acoges mi sueño
Te amo sueño porque cumples mi vida
Te amo vida por ser siempre ilusiones
y por ser siempre mis sueños”.
@emilsegundo