Por la balumba del proceso electoral que tiene al país entre la incertidumbre y los cálculos alegres de la política menuda, parece que pasará inadvertido el centenario de la elección de Marco Fidel Suárez como presidente de la República, en el año de gracia de 1918. Fue Suárez lo que hoy llamaríamos un gobernante atípico, más inclinado al humanismo que a la política, pero que, por sus ideas conservadoras y su paso por destinos tan notables como los Ministerios de Instrucción Pública y de Relaciones Exteriores, su partido vio en él la figura llamada a reemplazar a José Vicente Concha en la Primera Magistratura de la nación.
Suárez vino a reafirmar, con su escogimiento, la relación casi ininterrumpida entre el poder y la gramática en Colombia a lo largo de décadas de historia política. 37 años atrás, en 1881, había sorprendido al país con su Ensayo sobre la gramática de don André Bello, publicado para conmemorar los cien años de su natalicio. Renombre y erudición se juntaron para exaltar el meticuloso conocimiento del autor sobre la obra del venezolano que más se le pareció por su amor al idioma y al cultivo del derecho internacional. Respice Polum denominó su consejo de mirar hacia el Norte en momentos en que la hegemonía norteamericana se arraigaba por su papel en la Primera Guerra Mundial. Una convicción sin arrepentimientos.
Si bien los liberales, desde los días del general Reyes, se sumaban a las candidaturas conservadoras para eludir represiones más que para asegurar burocracia, como lo hicieron también con Carlos E. Restrepo y Concha, su adhesión a un candidato como Suárez hallaba mayor justificación por el talante y las bondades del polígrafo antioqueño. No era muy dado a los reconocimientos prestacionales de la clase trabajadora, pero tampoco se cerraba a la banda si se requerían decisiones justas en las condiciones de trabajo. Las discutía sin pasión sectaria.
La venta de su sueldo, error que prefirió a echar mano del Tesoro Público
para solventar sus necesidades domésticas, fue el motivo que Laureano Gómez, tomó para atacarlo en el Congreso y precipitar su retiro
Después de la caída y apresamiento de Mosquera en 1867, y de los encontrones de Caro con el Congreso de 1894, solo Suárez se vio acorralado por una crisis que ocasionó su renuncia en 1921, un año antes de culminar su período. La venta de su sueldo, error que prefirió a echar mano del Tesoro Público para solventar sus necesidades domésticas, fue el motivo que Laureano Gómez, apoyado por algunos liberales, tomó como un atentado contra la dignidad presidencial para atacarlo en el Congreso y precipitar su retiro. Suárez se defendió en persona, pero no era propio de un presidente incurrir en una falla como la suya. Lo sustituyó don Jorge Holguín, el político más hábil del Partido Conservador, y auspició la maroma electoral que le costó el triunfo al general Benjamín Herrera en 1922. Laureano fue ministro de Obras del sucesor de Holguín, Pedro Nel Ospina, con muy poco que mostrar.
Le cupo a Suárez en suerte la creación del impuesto a la renta y la conformación, bajo su gobierno, de la primera compañía aérea del país, la Scadta, predecesora de Avianca. Con el impuesto se contribuía al fortalecimiento del fisco y de las finanzas públicas; con la Scadta la nación entraba a la era del transporte aéreo y de la modernidad. La escuela marginalista de la economía, sucesora de la clásica y antecesora de la keynesiana, regía soberana los movimientos del Estado sobre las obligaciones de sus contribuyentes. Todo dentro del equilibrio a que inducía una sentencia del mismo don Marco: “El suelo de Colombia es estéril para la simiente de la arbitrariedad”. O tempora o mores.
Caído, Suárez volvió a la sabiduría y la pluma. De 1921 a 1927, el venero de Los sueños, de Luciano Pulgar, no dejó de fluir. Fueron 173 en línea, recogidos por el Caro y Cuervo en hermosa edición, y trazaron un país que no es que haya cambiado mucho desde entonces. Quiera el destino que el periodo presidencial que empezará a los cien años exactos del de don Marco no termine en circunstancias más lastimosas que las de noviembre de 1921, cuando los expresidentes se hayan quedado sin pensión de retiro y no puedan escribir, añorando la mesada, ya no sus sueños sino sus experiencias con los POT, como uno que, por el cambio de denominación de lotes rurales a urbanos, ‘honró’ la memoria de dos generales famosos: Mosquera y Córdoba, por amor paternal, en el primer caso, y conyugal, en el segundo.