El alzamiento popular que completa 24 días en Colombia debe ser recordado —mas allá de las revueltas, bloqueos, marchas y hasta hechos inocultables de vandalismo (que por más que no son propios de la protesta, infortunadamente son protagonizados por desadaptados que aprovechando el agite para terminar ocasionando daños, sin que esto pueda empañar un movimiento social de masas que eleva su voz para exigir un cambio)— como un capítulo negro de la historia de nuestro país. Qué mejor fecha para decirlo que esta, cuando se conmemoran justamente los 170 años de la abolición de la esclavitud en Colombia.
Sin lugar a dudas, el movimiento popular que nace a la luz del estallido social, como producto de la frustración de las clases menos favorecidas de nuestro país, va a generar una transformación que —pese al tozudo carácter de nuestro presidente— no tiene reversa. El autogolpe de Estado que quizá han estado preparando las fuerzas uribistas seguramente ha tenido que reprimirse. ¿Por qué? Por miedo a que esto se salga de madre y su plan macabro termine con ellos en la guillotina y exterminando lo que algún día fue la extrema derecha colombiana. No hace falta más que ver cómo con aciertos y errores la resistencia —valga la redundancia— ha resistido por más de tres semanas y da muestras de estar dispuesta a permanecer hasta que realmente haya un cambio.
En medio de ese sobrediagnóstico que se ha hecho del ya emblemático paro nacional 28A, poco se habla de los orígenes de la frustración y menos de quienes han sido los verdaderos protagonistas de la resistencia. No es gratuito que Cali, receptora de los fenómenos de migración del Pacífico y sel occidente colombiano, haya definido la agenda de esta “conversación” a la fuerza, mientras que en el norte del Cauca —municipios negros como Puerto Tejada, Villa Rica, Guachené, Caloto y Santander de Quilichao, en un 70% con poblaciones afrodescendientes— sentaron con los bloqueos a los ingresos de la zona franca de la región una agenda propia a empresarios dispuestos a ceder —eso sí, con tal de que las restricciones populares no menguaran sus acumulativos capitales—. Aun así, no se termina de decir quiénes son finalmente los verdaderos protagonistas de la gran hazaña.
En la capital vallecaucana, la famosa primera línea, que ha sido capaz de acorralar a la acomodada dirigencia política y económica del país, es conformada en un importante porcentaje nada más y nada menos que por negros y mulatos del oriente de Cali. Así como en el principal puerto sobre el Pacífico, sus ya conocidos habitantes de raza negra, volvieron solo cuatro años después del paro de Chocó y Buenaventura a poner en jaque las importaciones y exportaciones que se mueven por ese distrito, repitiendo que fueron los negros del norte del Cauca quienes lideraron la resistencia de esa región. Sin embargo, como dicen por allí, al puerco no lo capan dos veces y fueron justamente nuestras comunidades negras que viven en el olvido y abandono, producto de la estructura socioeconómica de Colombia, a las que poco o nada se les tuvo en cuenta en la constituyente de 1991, que solo incluyó a las poblaciones NARP (negras, afrodescendientes, raizales y palenqueras) en el artículo 55 transitorio de la constitución de 1991, que luego se convirtió en la Ley 70 de 1993; que pese a cumplir 28 años, prácticamente es letra muerta, pues esta norma no ha sido reglamentada de fondo, dejando el desarrollo de los negros colombianos al garete.
No es sino leer el artículo 286 de la carta magna, que además de darle calidad de entes territoriales a los distritos, municipios y departamentos, reconoce esta condición a los cabildos indígenas, sin que por ninguna parte aparezcan los consejos comunitarios, que son las autoridades étnicas territoriales de los afro, es decir, que por allí empezó el problema.
El capítulo negro del que habla el título de esta columna no se refiere a una historia de terror, como quizá muchos pudieron haberse imaginado; por el contrario, hace alusión a la oportunidad histórica que tiene Colombia de reivindicarse con una raza sobre cuya sangre se ha construido este país sin que le sea reconocido su papel. No podemos repetir la historia de la constituyente de 1991, por lo que es urgente que concertemos una agenda propia, en la que se prioricen las necesidades de nuestras comunidades del Pacífico, el Atlántico y por supuesto los millones de migrantes y nativos que tenemos en capitales como Bogotá, Medellín y en el resto del país. Esa debería ser una de nuestras principales apuestas, como lo dije en el encuentro de candidatos NARP a la Cámara de Representantes y al Senado.
La reglamentación de la Ley 70 es inaplazable y es el paso indispensable para que no sigamos aplicando pañitos de agua tibia a un problema estructural que nos tiene rezagados, sin mayores posibilidades de superarnos. No olvidemos desconcertantes cifras como las que dicen que en los 108 municipios con mayor población afro de Colombia tenemos un INBI (índice de necesidades básicas insatisfechas) 20 puntos por encima de la media nacional, o los estudios en los que el IPM (índice de pobreza multidimensional) en los que temas como la educación en el Pacífico podrían tener un retraso hasta de 70 puntos. Esta es una grave situación que requiere una ofensiva legislativa, para la cual la bancada afro, muy activa en este cuatrienio, aun así, no da abasto.
Este es el capítulo negro que necesitamos escribir sobre la historia de Colombia, una política pública para las comunidades NARP, con lo cual no solo se tendrá un enfoque diferencial, aplicando el principio constitucional de igualdad para los iguales y diferencia entre los desiguales, cuya máxima es la equidad (leer Sentencia C-862/08 de la Corte Constitucional, M.P. Marco Gerardo Monroy Cabra), sino que se estrecharía la brecha de desigualdad, encausando el nuevo modelo de desarrollo, que seguramente iniciará a construirse en Colombia, pero que no será real si no se logra una efectiva aplicación de la constitución y leyes vigentes, derogando toda norma legal contraria a nuestros principios fundamentales y aplicando las denominadas reservas de ley de Roberth Alexy, que no es otra cosa que el desarrollo legislativo de normas superiores, en pro de que la majestuosidad de nuestra carta magna, se refleje en la vida de los colombianos y en especial las comunidades NARP, que como diría Jorge Eliécer Gaitán: “no piden una igualdad retórica ante la ley, sino una igualdad real ante la vida”.
Posdata. El Día Nacional de la Afrocolombianidad nos debe llevar a reflexiones profundas como que estamos a tres años y medio de finalizar el decenio afro y que igual al año 2011, declarado por la ONU como el año internacional de los afrodescendientes, no ha pasado nada. Así mismo, que el capítulo afro en el Plan Nacional de Desarrollo del Presidente Duque es un saludo a la bandera y, aunque ya se ven luces en los fondos de los más de 3 billones acordados con el gobierno nacional en los paros de Chocó y Buenaventura en 2017, es demasiado tiempo de espera para cumplir con un compromiso histórico que hace mucho se debió honrar.