Esta columna es un canto de agradecimiento que va dirigido a mi madre y a todas aquellas mujeres que quisieron serlo antes, durante o después del parto; a otras que sin parir han criado y cuidado de hijos adoptivos o que han desarrollado ese rol -para mí sagrado- por designio de la vida.
Si hay algo que te agradezco por el reconocimiento que me concede la edad en la mitad de mi vida, es tu valentía para adaptarte al cambio de manera increíblemente rápida; por aquellos desgarros que de manera repentina te asaltaron en el quirófano y por esos primeros pensamientos sobre mi extraña presencia en casa. Conjeturas que pasaron tan rápido por designio natural y que se esfumaron al calor del cuidado amoroso y nuestra cercanía. Admiro tu capacidad para adquirir una función vital tan exigente como creadora, y por hacer conciencia de lo que significa llevar una vida compartida por el milagro del vientre. Absorto estoy por aceptar el cambio brusco en la forma de vivir y en tu relación de pareja, por motivos del alumbramiento que fue para ti prioridad en adelante.
Gracias por mi nacimiento también en tu cabeza que vino al instante mismo en que nos conocimos: yo indefenso y tu ataviada de compromiso y asombro encarnando el encuentro de una madre y su bebé. Lo sé bien, sometida a debilidad física y a una reconstrucción de tu identidad femenina, luchando por agarrar con energía y no a medias, la bandera de la maternidad, con o sin presencia del padre, con o sin respaldo por su voz amable capaz de transmitir seguridad, diluir tensiones y facilitarte la existencia en medio de tremenda incertidumbre.
Gracias por experimentar emociones que desbordan hacia mí, sentimientos puros llenos de ilusiones y esperanzas que han superado tus propias fuerzas y que en tus mismas palabras han sido experiencias de verdad, felicidad y alegría. Momentos en que tu espíritu contento sedujo con ternura mi crecimiento; momentos encontrados en los que la dicha no vio más camino que las lágrimas, y momentos en los que la preocupación consumió tu paz cuando desconocías la causa de mi llanto. Tensión y alarma al sentir en ocasiones para ti misma que no hacías las cosas de la mejor manera, o cuando la inseguridad y la culpa te robaron el sueño ante la incapacidad de brindarme alivio.
Gracias madre por mantenerte cuerda en medio del caos, por tener nervios de hierro para prevenir el desastre y sortear la enfermedad; supiste montar en la montaña rusa de las expectativas, la satisfacción y el estrés, porque lo disfrutaste. No sabías lo que era ser madre hasta que lo fuiste y de repente convertiste nuestra casa en hogar, en un refugio en el que no todo es tan fácil como lo pueden decir las palabras. Se necesitan nervios de hierro para soportar tantos desengaños como la pelea entre dos hermanos: la expectativa y la frustración experimentada. Pero no todo fue difícil, también fueron tiempos en los que mi sonrisa llenó de luz tu horizonte y nos dijimos tantas cosas a través de señas: ¡abrázame, cobíjame, acaríciame, atiéndeme, consuélame! Y como si fueran ecos en doble tránsito, aprendimos a resolver nuestros problemas en una relación a prueba de fuego.
Gracias por tanta felicidad brindada, por considerarme un regalo del cielo y por la plenitud con la que descubriste el misterio de la maternidad. Porque optaste por hacer que nuestra relación valiera la pena con quejas y reclamos, reconociendo algún error cometido y corrigiendo los equívocos, enseñándome desde el principio la actitud correcta en la vida: un trabajo arduo en gratitud.