Para las ferias del pueblo “Anolaima para más señas”, la fiesta estaba servida. Corría 1983 y la presencia de Pastor López se había anunciado desde los parlantes de alcaldía municipal. La voz del anuncio de, inconfundible entonación, pertenecía al icónico Sadi Rojas, el locutor insigne de la caseta Matecaña. El promotor del baile la había traído en un casete sin fin, que daba cuenta de visita del cantante venezolano que brillaba con temas como Caimito y La batea éxitos consolidados durante su paso como cantante de la orquesta de Nelson Henriquez y Emir Boscán con su agrupación Los Tomasinos.
No había estaciones de frecuencia modulada (FM), por lo que las canciones de El Indio de Venezuela, así como de Rodolfo Aicardi y Gustavo Quintero, tenían el precario y monofónico sonido del AM. Los éxitos de Graduados, Hispanos y el Combo de Venezuela con López como vocalista, giraban en los tornamesas de las estaciones; Radio 24, Mil veinte o Radio Santafé, ubicadas en la capital colombiana, y emprendían el viaje hasta apartados rincones de la patria para alegrarnos la vida, así fuera con algún ruido o interferencias.
En esa misma lógica de una Colombia rural, las orquestas recorrían los pueblos de en giras interminables. Llegaban los músicos a remotos poblados, ataviados de sueños de triunfo y metidos en buses de cuyas ventanas escapaban partituras, alguna tumbadora o una trompeta empacada a última hora.
La presentación por vez primera de un artista internacional en este pequeño municipio, llevó a la impresión de su fotografía en blanco y negro y en carteles que reemplazaron los avisos de réquiem que decoraban los zócalos de la iglesia. Los chicos del pueblo perseguimos un legendario Ford, dotado de dos altavoces amarrados al techo, que reproducían el número El Cartero, tema del autor Pascual Mattos, convertido en éxito por Pastor, un joven soñador oriundo de Barquisimeto-Venezuela.
En tarima el Indio
Fue un lluvioso sábado de junio. El invierno de aquel año 1983, se inauguró sobre el medio día con un redoblante de goterones sobre los tejados de barro, un augurio gris que no espantó a los paisanos. Los afiebrados bailadores, pacientes esperaban en busca de los tiquetes de entrada. Esa noche conoceríamos al gran Pastor López quien alternaría en una velada anunciada como duelo de los mejores, con el cantante Juan Piña, quien descollaba como una de las mejores voces de la música bailable colombiana, luego de triunfar con la agrupación de los Hermanos Martelo.
La orquesta arribó al pueblo sobre el medio día. Fueron recibidos con salvas de pólvora. Algunos vecinos se ofrecieron para cargar los instrumentos e intentar,en una estratagema que había funcionado en anteriores ocasiones, para ver a los consagrados artistas. Pocos tuvieron acceso a Piña, ninguno logró ver a Pastor. Se rumoraba que él de Venezuela, había entrado de incógnito al único hotel del pueblo, una preciosa y colonial casona.
A la orilla de los diez años, consideré que era una oportunidad única para ver a un artista de carne y hueso y, para el caso del cantante venezolano, verificar si esa cabellera afro tipo “Bombril” —marca de una durable esponjilla que se promocionaba en la época— era real, y si la voz se escuchaba con el mismo poder y embrujo que procedía de los acetatos.
Los organizadores de la fiesta escogieron como sitio para la presentación la Casa Campesina, una suerte de teatro local, que era administrado por el padre de un gran amigo de la infancia “Luchito”. Así que no dejaría pasar una oportunidad de oro pues ni siquiera tendría que conseguir el dinero para pagar la entrada.
Tras una larga jornada de espera y luego de permanecer todo el día de visita en la citada casa, que también servía de lugar de residencia de mi amigo, logramos situarnos en la propia tarima, al lado de uno de los parlantes en espera del cantante. El primero en entrar en escena fue el baterista, quien fumaba un cigarrillo President. Los músicos se instalaron con parsimonia. Las ansias crecían con el anuncio del presentador oficial “… Con ustedes el nuevo rey de la música tropical en América, el indio ¡Pastoooooooor Looooooopez!".
Ahí estaba el ídolo, su cabello arreglado con permanente. Serio, oloroso a colonia y enfundado en un terno perfecto, brillante y de seda. Si de seda, como aparecía en las carátulas de sus producciones musicales. Alguien de la primera fila bromeó sobre la existencia del único indio del mundo que lucía el pelo quieto crespo. Sin mayor esfuerzo, nos hipnotizó con su poderosa voz de indescifrable registro. No había trucos en la capacidad del vocalista, por aquellos días no se habían inventado el embeleco del sobrecanto. Interpretó unos 16 temas que la gente bailó sin tregua, salvo algunos intervalos para tomar una instantánea en Polaroid de esa noche mágica. Desde ese momento se fundó la comunión de seguidor y artista, una afición por el venezolano profesada por millones de colombianos y que perdura por más de 40 años, un matrimonio refrendado cada diciembre, con cada nueva producción musical y la visita sagrada para comprar sus vinilos en discos Bambuco y en La Rumbita.
Adiós a un grande
Si buscamos la razón del éxito y popularidad de Pastor la pléyade de artistas que descollaron en el género despectivamente llamado chucuchucu, hay que identificar el sencillo patrón rítmico que le caracteriza y le hace muy bailable, como una de sus claves.
A diferencia, de las corrientes musicales procedentes de las Antillas y el movimiento “latino” de los Estados Unidos (salsa) que exigían gran versatilidad y calidades a quienes pretendieran bailar, en atención a una mayor celeridad y complejidad de los compases, la música de los combos musicales, así se llamaban estas agrupaciones a mediados de Los Setenta, era de fácil interpretación en las pistas de baile.
La discografía de este gran artista con sus letras sencillas, que durante más de cuatro décadas deleitó a sus seguidores, transmite la propia manera del público de decir las cosas, como si la cotidianidad de la calle, se traspasará a las letras de las canciones de manera directa.
Con la fórmula de El Indio recordar con una cerveza a la mujer ingrata, o reclamar a una traicionera, o purgar un dolor con un cigarro, fueron asuntos que dejaron de ser exclusivos de los boleristas; pasaron a ser penas y dramas que se espantaban bailando acompasado. Aprendimos entonces que el desamor o el enamoramiento eran más llevaderos, con un sencillo movimiento del cuerpo.
Se nos fue El Indio, el rapsoda que supo interpretar el sentir del pueblo. Su música se bailó en las plazas de la provincia con sus fiestas patronales; se gozó en festivales de barrio, pero llegó vestida de etiqueta a los grandes escenarios de las capitales de Colombia, México, Ecuador, España; fue motivo de orgullo y congregación entre la comunidad hispana residente en los Estados Unidos.
Nos queda el Ausente, Mi Carta Final, Lloró mi corazón, Mujercita buena, Brisas del valle, temas inmortales, la impronta de una carrera hecha a partir de la convicción, de la calidad musical exhibida por el Indio Pastor, durante miles de presentaciones, la historia de un indio que aprendió a cantar, para comprarse bellos anillos, vestirse de seda y conquistar el corazón de millones de colombianos.