Sin lugar a dudas, una de las mentes más lúcidas de las que da cuenta la historia política colombiana es Álvaro Gómez Hurtado. Su vasto conocimiento sobre las complejidades de la nación y de los territorios lo convertían indefectiblemente en un referente de consulta obligada cuando era necesaria una opinión sobre estos tópicos, del que muchos se precian eruditos, pero que pocos se dan a la tarea de estudiar para emitir un juicio o concepto sensato y responsable sobre las aflicciones del país.
En Colombia no hemos podido alcanzar un consenso sobre los temas fundamentales básicos en torno a los cuales toda la sociedad, sin distinción política alguna, debe solidarizarse. Para Álvaro Gómez, el "acuerdo sobre lo fundamental" hace relación a una especie de solidaridad nacional sobre los fines y bienes supremos de la patria; los que nos atañen a todos los aquí nacidos; y los que todos debemos perseguir por el solo hecho de ser colombianos. Sin embargo, lejos de la filosofía de Álvaro Gómez, resulta vergonzoso advertir que temas tan trascendentales como la paz y la corrupción, el primero un bien supremo y la segunda un flagelo, se han capitalizado políticamente de tal suerte que nos han llevado a figurar en los titulares a nivel mundial por el hecho de votar negativamente un plebiscito por la paz y a descalificar una consulta popular contra la corrupción.
La crispación de los tiempos, la insatisfacción popular han hecho que de la política desaparezca la persuasión como instrumento de convencimiento, la discusión y el debate se limitan al insulto, a la confrontación adversarial, a las diatribas sin substancia, un país profundamente dividido, una demagogia que campea tanto en la izquierda como en derecha, nos muestra como una nación políticamente inviable, en el que los "líderes políticos" obtienen votos y curules parados sobre la sangre de sus conciudadanos.
Los jóvenes juegan un papel fundamental en ese tránsito, en la salida de ese letargo mental al que nos somete la clase politiquera. Bien lo decía Salvador Allende: "Ser joven y no ser revolucionario, es una contradicción casi biológica". Sin embargo, ser revolucionario no implica ser violento, la revolución sustentada en el pensamiento, en las ideas, alcanzará la legitimidad que se surte con la aprobación popular y mayoritaria, aclarando que los pensamientos y las ideas no se pueden imponer violentamente, eso es propio de una narrativa fascista, la persuasión pacífica y el convencimiento alcanzado con la razón son la única alternativa de éxito revolucionario, resultaría contradictorio que después de 60 años y de lograr sacar a las Farc del contexto político colombiano insistamos en legitimar la violencia con fines políticos.
La juventud desde su intelecto debe ser la artífice de esos planteamientos, de los acuerdos sobre lo fundamental. En 1968, para exigir reivindicaciones a Charles de Gaulle, la juventud francesa tomó como lema una frase del filósofo Herbert Marcuse: "Seamos realistas, pidamos lo imposible". Estamos de acuerdo en las profundas inequidades, en la ausencia de oportunidades, en los abusos, en la retórica violenta y en el discurso exacerbado de odio. Así pues, la carga propositiva corresponde al disenso de los habitantes. Los bienes supremos de la patria no son una discusión partidista, son parte del ideario popular y del sentir patriótico, de la raza colombiana. No a la demagogia, no a la violencia.