La lotería era parte del ritual del pueblo -y de otros pueblos-. Los niños recogían piedras planas y afiladas y las apilaban en las esquinas; las mejores las guardaban en sus bolsillos rebosantes. Todos los veranos sucedía lo mismo. Cada veintisiete de junio era igual. La muchedumbre no tardaba en reunirse y congregarse de mañana, para saber quién sería el ganador. Todos acudían desbordados por una incertidumbre inquieta y emocionante. El premio era conocido, claro y definitivo: la lapidación mortal en el centro de la plaza pública. Ese día, la suerte -que sabe muy bien condenar- le correspondería a Tessie, la esposa de Bill Hutchinson. La primera piedra le golpeó la cabeza. Antes de desplomarse, sus últimas palabras fueron “esto no es justo…esto no es correcto”. Luego todos se lanzaron sobre ella.
En su magistral cuento distópico “La Lotería”, publicado por primera vez en el New Yorker en 1948, la escritora norteamericana Shirley Jackson construyó un mundo imaginario (cifrado en un pequeño pueblo gringo de apenas trescientas personas) donde la lapidación pública de sus habitantes era una tradición arraigada y llamativa. Un entretenimiento para todas las edades. Como toda buena distopía, el cuento de Jackson supo soportar el paso del tiempo; no es una sorpresa que su relato pueda encajar perfectamente en un presente que -aún- hoy celebra, promueve y aplaude la tortura espectacular del linchamiento. En todo caso, lo que seguramente la escritora jamás pudo imaginar es que en el futuro, las plazas públicas se llamarían redes sociales y que las piedras ya no tendrían un peso cierto pero serían aún más dañinas, convertidas -ahora- en palabras o trinos.
De mis primeras clases de derecho, como estudiante y como profesor, supe -y pude advertir- el peligro inminente que se desprende de la ejecución desmesurada de ciertas sanciones sociales: leyes silenciosas -casi siempre heredadas- que son puestas en marcha por un agente o agentes externos con el propósito de “conservar y proteger” los valores o fundamentos de una sociedad. Aunque existen sanciones sociales útiles para la preservación y ascenso moral de una sociedad, como el reproche pedagógico, también existen otras que pueden llegar a ser voraces, descerebradas e incluso mortales. Sin duda, cuando una justicia es inmoral deja de ser justicia.
____________________________________________________________________________________________
Presenciamos a diario linchamientos (ahora virtuales pero con efectos más que reales) hechos en esa red social caníbal y envenenada que es Twitter
____________________________________________________________________________________________
En efecto, la versión más exacerbada y salvaje de este tipo de sanciones es el linchamiento (que en palabras del filósofo Norberto Bobbio es en esencia primitivo, espontáneo e irreflexivo) ya que parte del presupuesto potencial (¿espectáculo brutal?) de someter y dañar física, moral y espiritualmente -incluso aniquilar- al sujeto que se sanciona. Por supuesto, en la actualidad, nada ha cambiado y hoy presenciamos a diario linchamientos (ahora virtuales pero con efectos más que reales) hechos en esa red social caníbal y envenenada que es Twitter. Aunque es cierto que algunos de los valores con vocación de preservación han cambiado, parece s que nuestra forma de protegerlos sigue siendo la misma hoguera, la misma lapidación, la misma limpieza social. Somos salvajes con teléfonos inteligentes.
Posiblemente, una de las carencias y engaños más evidentes del linchamiento es su incapacidad natural para proveer a la sociedad de algún tipo de progreso o provecho moral. Es improbable que se pueda presentar un examen, análisis o dialogo verdadero -colectivo o individual- respecto a los valores vulnerados (o el mismo acto condenable) si se está distraído por el espectáculo bestial de ver sucumbir, desmoronar y caer al otro. Confundimos castigo con justicia y látigo con lección. Por supuesto, que existen actos indefendibles, que merecen todo el repudio y reproche -tanto público como privado- no obstante, si actuamos como una masa desconsiderada o una horda enloquecida frente a ese tipo de actos -y solo nos satisfacemos al ver al culpable desaparecer o amoratarse- perdemos una oportunidad invaluable de explicar las verdaderas razones y potenciales soluciones a problemas tan graves como el clasismo, el racismo, la misoginia y la homofobia.
El espectáculo del linchamiento además de distraer, embrutece y atrofia. No hay justicia sin reflexión; y no hay sujeto moral más incapaz que el cadáver.
@Camilo Fidel