Lo más doloroso de abandonar la tierra, en medio de un conflicto armado, es la disyuntiva de escoger qué llevarse para el lugar de refugio temporal. Lo primero son los hijos, las prendas mejorcitas que se usan los domingos para ir al pueblo y dos o tres gallinas “para el camino”. Esa fue la argumentación de Mariana Páez, cuando la trajimos con su familia desde la zona rural de Buga, a mediados de octubre del 2001, tras la llegada de los paramilitares del Bloque Calima a los corregimientos de La Habana y Chorreras.
Viví esa experiencia como parte de la comisión humanitaria que ayudó a los desplazados. Estaba, por aquella época, vinculado a la Oficina de Gestión de Paz del Valle del Cauca.
De ahí que pueda imaginar la zozobra que se vive hoy en Tumaco donde el fantasma del desplazamiento forzado apareció de nuevo, sin avisar, amparado en el silencio que desencadena el temor, pero con las consecuencias devastadoras que se repiten en todos los espacios donde el conflicto armado irrumpe para robar la tranquilidad.
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La denuncia que se eleva desde la comuna cuatro, es preocupante. Miembros de grupos ilegales están despojando las viviendas y, en su andanada, se llevaron el radio en el que la familia Ortiz escuchaba el noticiero de la mañana o el televisor que María Luisa compró, después de tres meses haciendo rifas para salir de la deuda.
A la pobreza de una buena parte de sus habitantes, tanto en la cabecera como de la ruralidad, se suman ahora las presiones para que paguen cuotas. Se requiere, con urgencia, la intervención de la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría y la Fiscalía.
El parroquiano que decidió colocar un modesto letrero de “Se vende” junto a la puerta de su casa, lo quitó una semana después, convencido que nadie vendría a ofrecerle algo por su mejora. “Si lo dejo ahí, pronto habrá muchos más y publicarán en el diario que Tumaco esta en venta por cuenta de los violentos”, razonó con desconsuelo.
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