Tumaco, sito en el Pacifico sur de Colombia, doscientos mil habitantes, mayoritariamente afrocolombianos, si es apenas una muestra, un referente para significar que el Acuerdo de Paz Estado Farc–EP, no está en las coordenadas precisas y pactadas que lo aterricen en las pistas despejadas de su puntual y cabal cumplimiento.
Y no lo está, más allá de la erradicación de cultivos ilícitos, coca, en cuanto que Estado y Gobierno se han desentendido de su observancia en buena parte de los puntos convenidos. En su desarrollo en áreas y regiones que, desde el primer momento de la negociación en la Mesa de La Habana, se identificaron como prioritarias para hacer de la paz una real y efectiva construcción desde, con y para los territorios, como víctimas del largo conflicto aplacado.
La masacre de campesinos de Tumaco, además de la afectación severa del punto 3 del Acuerdo, Solución al problema de las drogas ilícitas, en su componente básico de sustitución voluntaria y erradicación manual y convenida con las comunidades, cuanto deja al descubierto es la inmovilidad de las políticas, proyectos y emprendimientos contemplados en la Reforma Rural Integral, RRI, convenida por las partes como solución efectiva para “cerrar las brechas entre el campo y la ciudad”, y “cambiar de manera radical las condiciones sociales y económicas en las zonas rurales de Colombia”.
Nada de eso ha ocurrido ni parece va ocurrir, no obstante el carácter de obligatoriedad que para Estado y Gobierno tiene la implementación, desarrollo y cumplimiento del Acuerdo de Paz, cuya etapa de posconflicto parece no discurrir por las alamedas que se pavimentaron en el imaginario de los colombianos en los días que se negociaba el fin del conflicto armado que nos llevó, y llenó de sangre, muerte y violencia de todo orden, más de medio siglo de nuestra historia.
Se creía por parte de los escépticos que serían las Farc, el Centro Democrático, CD, la extrema derecha y la oposición de los señores de la guerra en sus diferentes formatos y empaquetaduras, quienes harían “trizas” el Acuerdo de Paz que tantas ilusiones, sueños y esperanzas, provocó entre la mayoría de colombianos que lo asumieron como el fin de su larga y trágica pesadilla de violencia, despojo y muerte.
Pero que va, y por cuanto se está viendo y viviendo en los territorios, en la periferia marginal, en los sures profundos y sin dolientes, es el Estado mismo, el Gobierno, sus cuerpos armados, los que, de seguir las dinámicas de las masacres de campesinos, las desapariciones y desplazamientos, los asesinatos de líderes sociales, acabarán ofrendando al insaciable Moloch su unigénita, amada criatura: la Paz.
Y en lo social, con la inmovilidad de los Acuerdos de Paz en su componente de derechos sociales y económicos, ahondando las desigualdades y ampliando las brechas entre la ciudad y el campo; concentrando la tierra en menos propietarios, excluyendo de su acceso a quienes se les prometió o fueron desplazados de la suyas ancestrales por la violencia del despojo; a los campesinos pequeños cultivadores de coca, negándoles a punta de fusil toda “opción de vida y trabajo en la legalidad”.
Que era, entre lo mucho acordado, prometido, comprometido y reglado en el Acuerdo de Paz, lo que se esperaba como mínimo cumpliera el Gobierno.
Todo eso se ha echado por la calle de en medio,
evaporado en los gases lacrimógenos,
las “granadas aturdidoras” de la fuerza pública
Pero todo eso, y un poco más, se ha echado por la calle de en medio, evaporado en los gases lacrimógenos, las “granadas aturdidoras” de la fuerza pública, el hostigamiento a las misiones humanitarias de la OEA y la ONU, y la cada vez más creciente “desconfianza histórica entre autoridades, institucionalidad léase, y las comunidades”.
Tanto hablar, predicar, sonreírle los colombianos a las bondades imaginadas del posconflicto, a sus bienaventuranzas de paz, para venir a descubrir aturdidos que apenas si era eso: un imaginario fugaz.
Poeta
@CristoGarciaTap