La chispa que avivó la llama que hoy consume y destruye a Tuluá la generaron los políticos populistas y mezquinos que azuzaron el odio de clases como estrategia para llegar al poder, con la única intención de buscar réditos personales, a costa incluso de los más humildes, esa fracción de la sociedad a la que paradójicamente dicen representar y defender.
Toleraron y hasta auspiciaron las barricadas montadas de forma violenta en las entradas del municipio durante el paro nacional, permitiendo que una población que venía siendo extorsionada sin piedad estuviera por casi dos meses también secuestrada, indolentes ante el sufrimiento de quienes no tenían como pagar los altísimos precios de productos básicos que escaseaban a consecuencia de los bloqueos.
Y como destruir siempre será una tarea menos engorrosa que construir, en medio de esa locura colectiva donde reina la anarquía como caldo de cultivo para que los violentos hagan su festín, sucedió lo impensable, fuerzas oscuras aprovecharon la debilidad o permisividad de las autoridades para echarle fuego al Palacio de Justicia, una de las pocas joyas arquitectónicas de la ciudad, que hoy continúa en ruinas.
Muchos justificaron el accionar de la turba aduciendo que se trataba de solo ladrillos, sin detenerse a reflexionar sobre las pérdidas económicas y en empleos ocasionado con el saqueo y destrucción de más de 40 locales comerciales. El odio sembrado fue más fuerte que la empatía, y lo que parecía excepción comenzó a volverse regla como lo evidencian las decenas de semáforos que permanecen dañados invitando al caos y el desorden ciudadano.
Quemen todo, parece ser ahora la consigna en Tuluá, y así sin mayores explicaciones hace unos 15 días desadaptados le prendieron fuego a un humilde puesto de frutas ubicado a un costado de la carrera 30, frente al club Colonial; nadie asumió responsabilidades y nadie las exige, porque el que se atreva alzar la voz debe soportar las diatribas del ejército que conforma la bodega oficial, listos a lapidar a quien se atreva a cuestionar a la administración municipal.
Y así, anestesiados por el anuncio del regreso de la Feria de Tuluá y los grandes conciertos con costosas figuras musicales de orden nacional e internacional, los tulueños continuaron embriagados en esa "Danza de la muerte" que abrazan como un sino trágico que se niegan abandonar bajo la falacia que la violencia a la que hemos sido sometidos es algo que llevamos en nuestro ADN.
A esta "normalidad" tolerada y permitida por el grueso de la sociedad tulueña la despertó el grito de auxilio que se escapaba angustioso por los boquetes de los gruesos muros de la cárcel local, sin que autoridades y ciudadanos alcanzarán a imaginar que solo a unos metros donde se meneaban al ritmo de reguetón ocurría la peor tragedia de la historia de la Villa de Céspedes.
Consumidos en el dolor y sin salir del asombro ocasionado por la muerte violenta de 52 detenidos y otros 24 heridos, Tuluá se declaró en luto y nuevamente en silencio aceptó su suerte, porque el miedo y terror al que están siendo sometidos por las estructuras violentas es más fuerte que las pocas voces que se resisten a aceptar esta nueva "normalidad".
El problema de encender una chispa sin que haya un bombero probo para controlar cualquier conato de incendio es que las llamas se salen de control sin que logremos notarlo, y en esa espiral de desorden, caos y anarquía el jueves en la noche nos sorprendió otro incendio; manos criminales prendieron fuego a un segundo puesto de frutas sobre la carrera 30, justo al lado donde hace 15 ardió la única fuente de sustento de otra humilde familia.
¿Qué está pasando en Tuluá? Es la pregunta que hoy todos nos hacemos. Cómo llegamos a esta ardiente situación que consume nuestras esperanzas e ilusiones ante la mirada indiferente de la dirigencia y la prensa nacional que se hace presente un día y al siguiente nos olvida dejándonos abandonados a nuestra penosa suerte.