El la miró primero a ella, o sería al revés, no va al caso, lo que nos interesa es saber que sus miradas se cruzaron y fue ella la que fue donde él, a paso firme, decidida, se acercó a medio metro y solo le preguntó que si tienes fuego. El le dijo que si, levantó su cuerpo y acercó las llamas a sus labios. Ella aspiró. Que princesas como tú ya no deben quedar y ella pidió un roncito dominicano. Hablaron largo, encantados, él le habló de atardeceres y ella de las fotos en blanco y negro y soltó una gran carcajada. Que qué bella eres, le dijo, y ella rozó su mano sin buscar. Hablaron acaramelados, en susurros, y él preguntó ya mucho después que porqué no iban a un lugar más íntimo. En el cuarto del hotel se abrazaron como locos, se engulleron y comieron las lenguas, se palparon y tocaron sin medidas ni cautelas e hicieron el amor como si el mundo se fuera a acabar ayer, desaforadamente, oliendo y lamiendo, ella gritó, gritaba, aullaba, gozaba y volvió a gritar, clavando sus uñas en su espalda y cayendo deliciosamente agotados a eso de las cuatro o cinco de la mañana. Ella abrió los ojos antes, le besó un hombro y se sonrieron, se dieron un leve roce de labios y ahí fue cuando ella le dijo creo que usted me gusta y él le dijo usted como que va a ser mi otra costilla, y usted, ¿qué planes tiene para hoy?, y poca gente notó que adoptaron esa bella costumbre colombiana de tratar a la gente de tú, con cautela y lejanía, educadamente, midiendo los pasos, tanteando el terreno, intentando conocerse, y pasar a ese usted tan cercano sólo cuando se conoce lo suficiente
Tú, SEXO usted
Un microcuento para la tarde de viernes del escritor Manuel Mejía G.