Si no fuera porque la democracia en Estados Unidos es puro cuento, incluido su más exaltado símbolo, el derecho de la ciudadanía a cambiar periódicamente el retrato de sus mandatarios, podríamos calificar de imposible lo ocurrido en ese país hace tres años: el desconocimiento de una elección presidencial por parte del presidente en ejercicio.
En efecto, el 6 de enero del 2021, Donald Trump, condenado a salir de la Casa Blanca por no haber superado a su contendor en las elecciones del 4 de noviembre del 2020, instigó a sus copartidarios a “luchar como demonios” para impedir que el Congreso certificara el resultado de tales elecciones y, por consiguiente, el triunfo del hoy presidente Joe Biden. La consecuencia de tal incitación fue la toma violenta del Capitolio por parte de varios cientos de sus seguidores y la retoma, con varios muertos, que llevó a cabo la Guardia Nacional.
Por fortuna para la imagen internacional de dicho país, este intento insurreccional no culminó con éxito. Lo desafortunado es que al fallido golpista no se le haya castigado aún su osadía y se le permita intentar volver al gobierno como si nada, aunque ahora por vía electoral, y como si no estuviera siendo procesado también por hurtar de la Casa Blanca varias cajas de documentos clasificados y burlar las arcas del tesoro con sus declaraciones de impuestos.
El problema para Trump es que los estados de Maine y Colorado tomaron la decisión de no permitir su participación en las elecciones primarias del Partido Republicano, y otros estudian la posibilidad de hacer lo mismo. Eso está bien, y ojalá tal decisión sea la misma en todos los Estados, pues no resultaría aceptable que pudiera enarbolar su candidatura en algunos de ellos mientras en otros no. Si bien esto constituiría una merecida sanción para el candidato, sería también una determinación favoritista para sus contrincantes y una denegación del derecho electoral de sus seguidores en los lugares donde ejercerlo terminara siendo inocuo.
Ante semejante problemática, lo mejor sería que al procesado le resolvieran cuanto antes su situación judicial, lo cual permitiría sustraerlo de todos los tarjetones del país, o incluirlo también en todos en el caso de que obtenga fallos favorables, lo cual parece improbable.
Sea lo que sea, cada vez resulta más evidente que Estados Unidos no es nadie para calificar de democráticos o dictatoriales a gobiernos que no sean de su gusto ni para imponerles sanciones como las que pasan sobre Cuba y Venezuela. Por eso nos sentimos muy bien representados por Gustavo Petro en los escenarios internacionales, donde siempre se ha destacado como una valerosa voz independiente del querer gringo.