A mí no me sorprendió la toma del Capitolio de Washington por los enardecidos partidarios de Trump el pasado 6 de enero. Si algo me sorprendió fue la imprevisión del cuerpo de policía encargada de su seguridad y la débil y muy tardía respuesta que dio a la misma. La destitución fulminante de su jefe al día siguiente no hizo más que corroborar la extendida sospecha de complicidad con el asalto por parte de quienes estaban encargados previamente de prevenirlo e impedirlo. Asalto anunciado evidentemente. Porque el presidente Trump llevaba semanas tuiteando que los resultados de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre eran fraudulentos y muchas semanas más advirtiendo que era eso exactamente lo que iba a ocurrir. Antes de dichas elecciones hizo además todo lo que estuvo a su alcance para restar legitimidad al voto por correo, de extraordinaria importancia en esta oportunidad debido al confinamiento obligado por la pandemia que limitó seriamente la movilidad del electorado. Incluida su negativa a conceder fondos federales para resolver la grave crisis financiera que afectaba al UPS, el servicio postal de carácter público encargado de tramitar un ingente volumen de votos. Y por si faltara anuncios: desde 48 horas antes del asalto al Capitolio se había congregado ante la misma multitud llegada de todo el país, tan convencida del fraude electoral como de la necesidad de impedir que el Congreso reunido en sesión solemne validara la elección de Joe Biden por el Colegio electoral.
Pero no me sorprendí solo por estos notorios anuncios de lo que iba ocurrir. Yo me esperaba que ocurriera por el talante antidemocrático de Trump, por su probado rechazo a cualquier elección por democrática que sea cuyos resultados no coincidan con sus intereses y propósitos. Trump, no lo olvidemos, validó el golpe de Estado que los militares bolivianos le dieron a Evo Morales, so pretexto del carácter fraudulento de las elecciones que le aseguraban la reelección. Y que lo único que tuvieron de fraudulento fueron las acusaciones que se lanzaron contra ellas y que fueron desmentidas oportunamente por observadores internacionales independientes y por la contundente victoria de los partidarios de Evo en las elecciones que los golpistas no tuvieron más remedio que convocar.
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El presidente Duque haría bien tomar nota de la derrota electoral de Trump para rectificar su política respecto a Venezuela
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Con Venezuela Trump ha hecho lo mismo. Desde que se anunció la convocatoria de las elecciones del 6 de diciembre pasado a la Asamblea Nacional declaró que eran fraudulentas y después de que se realizaran repitió la acusación. Al tiempo que rechazaba la invitación del Gobierno venezolano de enviar observadores internacionales a la misma, con el fin precisamente de impedir el fraude tan clamorosamente anunciado. En Washington repitió la fórmula y llegó en su delirio a acusar a los demócratas de utilizar métodos chavistas para adulterar los resultados de las elecciones que perdió.
El presidente Duque haría bien tomar nota de estos hechos y de la incontrovertible derrota electoral de Trump para rectificar su política con respecto a Venezuela. Debería retirar de inmediato su apoyo incondicional a la fracción extremista de la oposición venezolana encabezada por Juan Guaidó - como ya lo hizo la Unión Europea- y darle juego en cambio a la oposición moderada que está dispuesta a alcanzar el poder en el país hermano por vías pacíficas y legales. Y sin la hiriente intromisión del gobierno de Washington.