Trump: entre el odio y la esquizofrenia

Trump: entre el odio y la esquizofrenia

"Es inédito que un presidente se haya atrevido a empuñar las banderas de un pretendido fraude electoral y, con ello, haya sembrado la semilla del odio"

Por: José Ignacio Correa M.
noviembre 09, 2020
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Trump: entre el odio y la esquizofrenia
Foto: Gage Skidmore - CC BY-SA 2.0

Y se llegó la hora de hacer real la afirmación de Kissinger, “lo que cuenta no es la verdad, sino lo que se percibe como verdad”, en un país convulsionado, dividido, enfrentado, como no lo había estado antes y con razones obviamente manipuladas desde la óptica unipersonal del candidato-presidente, hoy derrotado y aferrado a un efímero salvavidas: sus denuncias de fraude que ya no comparte, ni siquiera, su propio partido.

Por ello, resulta factible que un séquito de energúmenos sea capaz de vociferar en la Pequeña Habana, y en medio del dolor que les produce la confirmación del logro de Biden, como lo vimos por las cadenas internacionales, que “Trump no se va a quedar sentado en su oficina… A él no le gusta perder ni a las bolas”, claro ejemplo de la forma de pensar de un nutrido sector de cubanos, colombianos, venezolanos y nicaragüenses y los descendientes de algunos de ellos.

Ahora, superada ya la etapa del político marrullero que buscaba entronizarse en los imaginarios heroicos de Norteamérica, conviene recordar que –desde su primera campaña, la que lo llevó a la presidencia– Donald Trump puso en práctica aquella estrategia que tantos réditos le ha proporcionado a la godarria colombiana: “calumniad, calumniad, que de la calumnia algo queda”. Así, fue posible que generara terror en un electorado propenso al mismo –ora por haberlo padecido, ora por haberlo propiciado en sus países de origen–, a partir de lanzar afirmaciones abiertamente falsas y tendenciosas como que Obama no había nacido en los Estados Unidos de Norteamérica y que, alrededor de tres millones de los votos obtenidos por la candidata demócrata (Hilary Clinton) eran fraudulentos y, en consecuencia, él no había sido superado por su contrincante en el voto popular. Afirmaciones, como tantas, puestas al desgaire, sin fundamento, que –posteriormente– serían desvirtuadas en su totalidad, sin que nadie lo llamara a cuentas.

Para esta segunda campaña, muy al estilo de lo que ocurre en nuestros linderos, levantó el espectro trasnochado del socialismo tropical, inconcebible en un político de derecha, como Biden y, para acentuar su talante autoritario, volcó su animadversión sobre la coequipera: mujer, de piel oscura, inteligente, capaz e hija de inmigrantes, que son intelectuales y académicos.

Por ello, empleando sus maniobras lingüísticas de corte racista y sexista, la emprendió contra Kamala Harris, afirmando que por él votarían las mujeres blancas, de los suburbios acomodados –las misma que fueron tan importantes en su campaña de 2016– y no mujeres como la –por entonces– senadora, a la que calificó de ”malvada, horrible e irrespetuosa”, lo que para la nueva vicepresidenta más que un insulto resulta un reconocimiento, máxime cuando en 2019, afirmara que “Soy negra y estoy orgullosa de serlo”.

No obstante, no hay poder racional que logre hacer entender a sus idólatras que Biden tiene de progresista lo que él mismo, de buena gente: ni un ápice. De lo contrario, no existirían voces que corean lo que la mujer de ancestros caribeños espetó ante los micrófonos de alguna cadena noticiosa:” Los latinos que no votaron por Trump son comunistas. ¡Que se vayan para su país!”.

Lo que resulta inédito es que un presidente norteamericano, en ejercicio, se haya atrevido a empuñar las banderas de un pretendido fraude electoral y, con ello, haya sembrado la semilla del odio en la fértil tierra del miedo visceral, el fanatismo y la desesperación de un amplio sector de la población, sin que nadie se lo reclame y sin que se vislumbre retractación alguna. Más bien, por el contrario, se está consintiendo el accionar de una facción neofascista (paramilitar, la han denominado algunos periodistas norteamericanos) que sale con rifles y otras armas de fuego a manifestarse contra el fraude y la conversión de los Estados Unidos en una nación bananera, como lo afirmara Trump Jr., en clara resonancia de los pseudoargumentos de su padre.

Con todo, ese alejamiento de la realidad en que se ha sumido el magnate devenido político, su recurso al odio indiscriminado y el empleo descarado de la mentira como arma política, han convulsionado la sociedad norteamericana y han hecho florecer lo peor de ella, a pesar de ella misma y su tradición electoral. Sin duda, las más vulneradas resultarán siendo las instituciones de las que tanto se ha jactado el todavía coloso del norte. Y cicatrizar la herida que le ha infligido el caudillo será una de las tareas gigantescas a que está condenado el binomio Biden-Harris.

Enorme responsabilidad la de estos nuevos gobernantes: unificar los imaginarios de todo el país, alrededor de una agenda compartida, desprovista de odios e intentonas demenciales de aferrarse al poder. Es decir, la conformación de una política que responda a los reclamos de sus gobernados, sin exclusiones y sin dogmatismos, incluso con el riesgo de que –como lo sentenciara Hannah Arendt– ”una victoria completa de la sociedad siempre producirá alguna especie de ‘ficción comunista’”. No obstante, esto puede ser pedir mucho de un país cimentado en la discriminación, la imposición y los rencores atávicos. Pero, al menos, que se diera la impresión, porque –de nuevo con Kissinger– en su política: ”Lo que cuenta no es la verdad, sino lo que se percibe como verdad”.

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