La amenaza, la violencia y la intervención norteamericana, en cabeza de Trump, es tan autoritaria como el gobierno de Maduro.
En la crisis venezolana, Estados Unidos es el sacerdote casto que predica solidez moral para ocultar sus abusos sexuales. El que predica democracia y apoya dictaduras por interés económico. Como lo hizo en 1975 con el Plan Cóndor en Latinoamérica.
Haber intervenido a Venezuela con sanciones que implican la pérdida de 11.000 millones de dólares a la petrolera estatal PDVSA, que aporta la mayoría de los ingresos al país, agudizará la catástrofe económica. Retrocederá el tiempo más allá de la tuberculosis o la malaria, que ya son una alarma, para revivir la viruela o quizá la cólera de un pueblo.
Reafirmará la retórica de la revolución bolivariana por el control del imperialismo yanqui. Tensionará, aún más, las relaciones geopolíticas con Rusia, Corea del Norte e incluso China. Podría generar una guerra interna como en Libia o Siria, donde los intereses por el petróleo hacen parte de la supervivencia diaria.
Y hasta otra guerra fría o una tercera, de las mundiales, que preceden nuestra historia. No es locura, ya van dos. Sin embargo, Estados Unidos intervino. Las democracias y sus dictaduras que controlan el poder, penden de un hilo. Y la vida de los ciudadanos tan solo espera.
Cualquier explosión histérica de algún mandatario, se me ocurre Trump, puede crear un efecto dominó mortal sin reversa y provocar una masacre como la Palestina.
Aún hay tiempo de mediar para abrir un diálogo y no un campo de batalla. Porque, aunque Estados Unidos envíe ayuda humanitaria mediante agencias de cooperación para encubrir sus daños, la muerte se habrá posado sobre la región. Y ni Trump, ni Maduro, ni la Unión Europea podrán con esa diplomacia.