Durante la campaña electoral por la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump demostró plena voluntad política en defender el Estado de Israel, a pesar de la polémica que podía desatarse en Oriente Próximo y la comunidad internacional. Así lo confirman las reuniones realizadas con el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu durante el 2016, a quien le prometió en caso de ser electo, reconocer oficialmente a Jerusalén como su capital y trasladar allí la embajada desde Tel-Aviv.
Oponiéndose a sus antecesores, Trump se acogió a la Ley de la Embajada de Jerusalén el pasado 6 de diciembre, sin preocuparse por avalar de facto la ocupación de Jerusalén Este, considerada por los palestinos capital de su futuro Estado, y que fue adquirida ilegalmente en la Guerra de los Seis Días, junto con la Franja de Gaza, los Altos del Golán y Cisjordania.
Además de quedar en duda el status final de la ciudad santa, se perjudican posibles nuevas negociaciones de paz entre israelíes y palestinos, estos últimos afectados por la imposibilidad de materializar el proyectado estado árabe, inscrito en la Resolución 181 de 1947 de la ONU, mientras crecen exponencialmente las colonias de israelíes en territorio ocupado.
La decisión de Trump es entendible: sus conexiones con el lobby proisraelí AIPAC (Comité Americano Israelí de Asuntos Públicos), de gran influencia en el congreso estadounidense, y la elección de David Friedman, actual embajador en Israel, le sirven de apoyo para ayudar a consolidar un “hogar nacional judío” en Palestina, en consonancia con la declaración Balfour de 1917.
Por lo tanto cabe preguntarse: ¿los ejércitos volverán a trazar nuevas fronteras? o ¿serán las vías diplomáticas las que decidan la solución del conflicto árabe-israelí?