Opinar sobre lo que no entendemos, defender lo que no precisamos y atacar aquello que simplemente no nos parece, es hoy la regla; nuestro ego de eruditos en todas las temáticas y de opinadores compulsivos, nos ha hecho olvidar que debemos aprender y escuchar a quienes sí conocen, estudian y pueden enseñarnos sobre las complejidades, entre otras de una reforma tributaria, electoral y más aún de los procesos de transformación y reconciliación democrática. Circunstancias que en otra época nos hubieran aterrado, hoy son necesidades impostergables.
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Insistimos en hacer el ridículo con nuestras ligeras consideraciones y ejecutorias sin percatarnos de que a lo mejor desde la cornisa del entendimiento, aquellos que sí pueden y deberían opinar nos miran con mofa e incluso con lástima.
Alguna vez en 1970 entraron tres hombres a un restaurante en Barcelona, España, por el nivel y sofisticación del lugar se exigía que los visitantes escribieran su pedido gastronómico. Sin embargo, estos se entretuvieron por horas entre copas y risas, lo que llevó a que el mesero se acerque algo molesto a reclamarles ¿acaso es que aquí ninguno de ustedes sabe escribir?
Los comensales se miraron sonrientes, uno era Mario Vargas Llosa, otro Gabriel García Márquez y también los acompañaba el gran Breyce Echenique; sin dudarlo las plumas más prodigiosas que ha parido la América del Sur. Es una anécdota narrada por la filóloga española Irene Vallejo que nos puede hacer dimensionar la vergüenza que a veces trae consigo el más ligero y desprevenido comentario.
¡Cuán constructivo sería que las opiniones, sobre todo en lo que tiene que ver con temas de interés nacional, se acompañen con un poco de rigurosidad y fundamentación! El hecho de ubicarnos en una u otra posición política o ideológica no nos convierte en voces autorizadas para defender o atacar un proyecto ipso facto.
Investiguemos y preguntemos sin sonrojarnos, no dejemos de ser alumnos jamás. Dicen que el cantautor argentino Atahualpa Yupanqui con 76 años a cuestas, cuando pasaba su pasaporte en los aeropuertos y le preguntaban su ocupación, sin miedo decía “¡soy estudiante!”
La vida es un salón de clases donde a lo mejor no hay verdades absolutas; cuánta razón tenía el sociólogo norteamericano Alvin Tofler cundo decía que “los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer y escribir sino aquellos que no sepan aprender, desaprender y reaprender”.
Muy seguramente si reconociéramos nuestra ignorancia y nos ilustráramos más, no estaríamos discutiendo sobre los beneficios nutricionales del salchichón y del gatorade sino sobre el grado de afectación sustancial que pueden tener los sujetos pasivos en ciertas cargas impositivas o los pro y los contra de las listas cerradas en los modelos democráticos contemporáneos. Seguimos demostrando que la ignorancia y la arrogancia se la llevan muy bien cuando de exponernos al ridículo se trata.