Ganó la extrema derecha en Ecuador y, en la opinión pública “progresista” de nuestro país, montones de dedos índices apuntaron contra el movimiento indígena ecuatoriano por no apoyar al “correísmo” y, en cambio, promover el voto nulo que alcanzó un impresionante 16%. Este juicio es tan cómodo como infructífero. Emana de una lectura superficial de la que es imposible extraer las lecciones que podrían ser útiles en el contexto colombiano. ¿Por qué se les exige a los indígenas del Ecuador apoyar una corriente política que los traicionó durante 15 años? Con Correa llegó un aura esperanzadora para los movimientos territoriales de todo el continente: en la Constitución del 2008 se reconocieron los derechos de la naturaleza y el Estado plurinacional, un espacio importante para el ejercicio de la autonomía y autodeterminación de los pueblos indígenas y sus maneras de relacionarse con la naturaleza bajo principios del buen vivir en vez de la competitividad y la extracción.
Correa, sin embargo, intensificó el modelo extractivista de minería a gran escala y petróleo en abierta confrontación con los indígenas, de una manera muy autoritaria, evidente, entre otras, en el cierre arbitrario de la organización Pachamama. En términos abstractos, hay muchísimas discusiones teóricas interesantes sobre el extractivismo para la redistribución de la riqueza y la equidad o el extractivismo como forma de perpetuar un modelo colonial que impide la industrialización y la generación de una sociedad del conocimiento. En términos concretos, para los pueblos indígenas y muchos otros movimientos, seguir con el extractivismo significa la destrucción de territorios enteros, la degradación de ecosistemas, la aceleración de la crisis socioecológica que vivimos y la exclusión sistemática de su voz política.
Tras 15 años de lucha con el “correísmo” en el poder, se culpa a los indígenas de la victoria de la derecha. ¿Por qué tantos sectores “progresistas” les exigen a los movimientos sacrificar el núcleo esencial de sus luchas por un fin mayor como evitar que la derecha llegue al poder? ¿Por qué el cuestionamiento no se dirige a la estrechez política de algunas propuestas progresistas y su incapacidad de leer las reivindicaciones de los movimientos y su relación con los retos de los tiempos que corren? El Siglo XXI no es el siglo XX. No estamos en la guerra fría ni bajo el Frente Nacional, pretextos perfectos para algunas élites o dirigentes de dos bandos que concentraban toda la atención política y excluían del debate público y del poder a todas las voces que no se enmarcaran en esta cuadrícula.
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Que el extractivismo se someta a la democracia y no al revés parece algo todavía muy audaz en nuestra cultura política atascada en la Colonia y en la Guerra Fría
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La exclusión sistemática de voces y temas del escrutinio público y del debate político sigue vigente. El extractivismo en toda América Latina está por fuera del debate. Juan Manuel Santos, en el proceso de paz, lo puso a salvo, más allá de la línea roja: dejó claro que el modelo de desarrollo –basado en la “locomotora mineroenergética”- no se negocia. Lo mismo hizo Correa bajo su socialismo del siglo XXI. Como un pacto tácito entre las élites, todas las ramas del poder público hacen lo suyo para salvar al extractivismo del pacto social. La Corte Constitucional tumbó los fundamentos jurídicos que permitían las consultas populares antimineras y desconoció que ellas permitieron un despertar político y democrático sin precedentes en el país, donde la gente salió a votar sin tamales ni burocracia, impulsada solo por su voluntad de cuidar su territorio. En el Congreso se debate un proyecto de ley sobre consulta previa que en pocas palabras establece que este procedimiento verse sobre nada y defina nada pero tenga mucho trámite para que parezca garantista. Que el extractivismo se someta a la democracia y no al revés parece algo todavía muy audaz en nuestra cultura política atascada en la Colonia y en la Guerra Fría. Por eso los movimientos ambientales han llamado a sucesivos gobiernos colombianos como “dictaduras mineroenergéticas” y, aunque en ocasiones estén dispuestos a votar por el mal menor, su estándar de protección a la vida cada vez es más firme.
En plena pandemia, una expresión de la crisis ecológica que vivimos, y un abrebocas a otros coletazos de una naturaleza que pierde su resiliencia frente a nuestros incansables y abusivos embates, no es posible darse el lujo de seguir mirando para otro lado y de exigirles sacrificios a los movimientos que defienden la tierra y el agua. Progresismo que no integre estas luchas (y las del feminismo) es demasiado estrecho para los retos actuales. Progresismo que juzgue a los movimientos como ignorantes por priorizar la vida frente a los cálculos electorales está destinado a volverse obsoleto. En el momento en que se reconozcan las luchas sociales como autónomas, capaces y dignas, y la interlocución no sea ni condescendiente, ni abusiva (que es lo mismo), empezaremos a unir fuerzas de verdad y quizás así no solo derrotar el fascismo sino construir nuevas bases para pactos reales entre humanos y con la naturaleza