Actualmente existen dos grandes modelos de control fiscal en el mundo: el llamado modelo francés, napoleónico o de corte de cuentas, de carácter corporativo y con funciones judiciales, vigente en la mayoría de países de Europa continental; y el llamado modelo de contraloría, de corte anglosajón, de carácter eminentemente técnico, unipersonal, adscrito al legislativo y completamente despojado de funciones de juzgamiento. Algunos postulan como tercer modelo el de junta o consejo (Board), que en esencia corresponde al de contraloría (sin función de atribución de responsabilidad fiscal), pero bajo la dirección de una junta o consejo.
Por razones históricas, el “modelo” colombiano mezcla, para desventaja suya, elementos de ambos modelos, lo que afecta negativamente su desempeño. En efecto, una vez se concreta la independencia de España, el país, inmerso en el proceso histórico del subdesarrollo, comienza su proceso de edificación institucional mediante un proceso de importación formal de las estructuras políticas y administrativas desde los estados liberales europeos y norteamericano que conformaron el núcleo de países desarrollados.
Todo ello en un contexto económico y cultural completamente diferente. Es decir, en condiciones económicas, sociales y políticas muy diferentes de las que antecedieron el nacimiento y consolidación de esas naciones como “Estados de Derecho”, entendiendo por tales (Von Mohl, 1829) aquellos en los cuales el poder se despersonaliza y divide en diferentes instituciones recíprocamente balanceadas y controladas (sistemas de Cheks and Balances), en función del interés de las mayorías.
En Colombia, por el contrario, como lo señalara el profesor Díaz Arenas[1], el Estado comenzó a formarse, en momentos en que regían plenamente en el país relaciones feudales de producción, por parte de una elite criolla de mentalidad feudal que desplazó a la colonial en sus privilegios y sin que dicho proceso estuviese antecedido por un período de ilustración, de positivismo, de racionalidad. Es decir, no se constituyó desde sus inicios como un “Estado de Derecho”, y menos como nación (que supone una amplia base ciudadana, o de individuos incluidos), lo incidió desde entonces, no sólo en el diseño de sus instituciones sino, en su desempeño. De ahí, la “crisis institucional permanente” que postuló el profesor Vázquez Carrizosa[2].
Eso explica, como bien lo señaló el mismo Díaz Arenas, que la nueva clase se dedicara, entonces como ahora, a consolidar su poder y privilegios, a través del nuevo “orden” jurídico, mediante un proceso denominado por el mismo autor como seudoconstitucionalismo, por su “acentuado formalismo e inconsistencia operativa”. Tener en cuenta estas circunstancias particulares ayuda a entender la recurrencia del fenómeno de las crisis institucionales y de la corrupción a lo largo de toda nuestra historia republicana.
No resulta extraño por eso que en sus inicios el control fiscal haya sido asignado a la “Contaduría General de Hacienda” (ley del 6 de octubre de 1821), por la simple copia literal de la que se había dado en España, en 1819 a la Contaduría General del Reino, durante el denominado primer período absolutista. Este primer órgano fue integrado por cinco contadores públicos dependientes directamente del Ejecutivo, a quienes se les asignaron funciones exclusivas de revisión numérico-legal. A partir de ahí el desarrollo del control fiscal en el país se estanca pues, contrario a lo que sucedió pocos años después en España, en donde las funciones de auditoria administrativa o de control previo (numérico legal o de intervención del gasto) se separaron de la de juzgamiento, siendo asignadas, junto con las de control fiscal posterior y de gestión a un tribunal de cuentas; en el país se optó por mantener el esquema de corte de cuentas y de “revisoría jurídica” (centrado en la legalidad “formal” y no en la gestión y resultados). Por lo tanto, de muy poca utilidad para la evaluación de las políticas públicas y su ejecución.
Este se mantiene casi inalterado hasta 1923, año en el cual la Misión Kemmerer sugirió reemplazarlo por un control técnico-administrativo, de clara inspiración anglosajona (sus miembros eran estadounidenses) al considerar, entre otras cosas, que sus funciones eran casi enteramente de carácter judicial y que no se llevaban cuentas relacionadas con las finanzas nacionales (registros presupuestal o contables) lo que dificultaba cualquier intento de control. Además, se adujo: “La labor de la Corte de Cuentas, en cuanto al examen de aquellas, es de poca utilidad, debido a que el examen se demora extraordinariamente”. “Una gran parte del mérito de un examen —consideraba la misión— consiste en la pronta revisión del trabajo de los empleados del Gobierno, a fin de que puedan corregirse inmediatamente cualesquiera prácticas que no sean satisfactorias”[3].
Por eso, atendiendo sus recomendaciones se creó el llamado “Departamento de Contraloría”, a cargo de un contralor designado por el presidente de la República y no de un órgano colegiado. Se dispuso además que, en adelante, ninguna orden de pago sería cancelada por la Tesorería si no estaba refrendada por un funcionario de la Contraloría, lo que en la práctica instituyó el Control Previo del Gasto (no del ingreso), y consolidó el modelo de simple “revisoría de cuentas”, consecuente con la idea inicial de control administrativo y no judicial, encomendada al nuevo órgano.
Así pasamos, sin solución de continuidad, de un modelo que se había inspirado en el establecido en la España de comienzos del siglo XIX, a uno de corte anglosajón, el cual obedece a concepciones muy diferentes, pues, mientras en este último, el control es ejercido por un organismo técnico-administrativo, cuya orientación es unipersonal, dependiente del legislativo (no del presidente) y sin funciones judiciales, en aquél, las cuentas se rinden en forma periódica y posterior a la gestión, ante un tribunal; es decir, ante un órgano colegiado, con funciones de revisoría (no de auditoría) y de inmediato juzgamiento respecto de las conductas de los responsables de la gestión pública.
Lo grave es que, en vez de adoptar integralmente el modelo anglosajón (o el de Corte de Cuentas), en Colombia este termina mezclándose, por desarrollos posteriores, con el Napoleónico, pues, muy pronto se vio la inconveniencia de adscribir la función de control al Ejecutivo, ya que obviamente le restaba la independencia necesaria para hacer una buena labor, lo que llevó a que esta se replanteara, y se vinculara más al Legislativo. De esta manera, la Contraloría terminó asumiendo, por un lado, funciones de auditoria sobre la administración y de asesoramiento al Congreso (en su función de control político), al estilo anglosajón. Pero, del otro, conservó la función de “juzgamiento”, del todo ajena a una entidad de carácter técnico-administrativa (que además no forma parte del poder judicial), lo que en la práctica termina dilatando la atribución de responsabilidad fiscal ad infinitum (un proceso de responsabilidad fiscal tarda en promedio cinco años, luego de lo cual puede ser objeto de control judicial que puede tomarse entre cinco y diez años adicionales, lo que le resta a la función, toda posibilidad real de rectificación o sanción).
Otra falla grave del modelo derivó de su concepción inicial como órgano de carácter técnico administrativo, por su función de control previo, consecuente con el modelo de “revisión de cuentas” (propio del control administrativo), que imperó hasta la expedición de la Constitución de 1991, y que resultó inconveniente, pues, no solo le daba rigidez a la administración (suponía la revisión formal y previa de todo acto de pago por parte de ésta),con lo cual se generaba una especie de coadministración, que, además de favorecer prácticas corruptas, impedía que la revisión de la actuación administrativa fuese objetiva. Por ello, aunque tardía la eliminación del control previo, en 1991, se vio como un avance. Pero dicho avance no fue el esperado, por cuanto el proceso de traslado y asimilación del control previo, numérico-legal y presupuestal, se realizó abruptamente y sin que se implementaran los ajustes necesarios para que el “nuevo” Control Interno fuese verdaderamente efectivo (Sandoval, 2017)[4].
Baste señalar que al ser reglamentado por el Gobierno (no por el Congreso), se dispuso que los jefes de las nuevas oficinas de control interno serían de libre nombramiento y remoción, y, como si fuera poco, designados por los mismos directivos y gerentes de los entes que iban a controlar, lo que de suyo los dejaba en situación de absoluta dependencia de sus “vigilados”. Pero además, nunca se pensó en articular este primer nivel de control de la gestión administrativa con el nivel posterior. Es más; aún no existe un proceso racional de rendición de cuentas, ni mecanismos que aseguren una consistencia mínima de la información contable y de ejecución presupuestal, ni mucho menos la obligación de rendir un informe de gestión individual por cada entidad, ni a nivel consolidado, sin los cuales, como lo advirtiera la Misión Kenmerer hace casi noventa años, es muy difícil evaluar la gestión y los resultados de las administraciones controladas. Así, poco se avanzó en la implementación real de un sistema de “rendición de cuentas”, periódico y estandarizado, que fuera avalado por un interventor o revisor, de la misma administración, pero independiente de sus directivos, que permitiera enfocar el posterior proceso auditor en forma eficiente.
En estas condiciones, el proceso de eliminación del control previo en cabeza de las contralorías, sin que se sustituyera inmediatamente por un control interno efectivo, en vez de avance, conllevó a la discrecionalidad casi ilimitada de los gestores públicos. De hecho, la eliminación de dicho control (Constitución de 1991), derivó en una explosión en el número de demandas y en el monto de las condenas contra la Administración Pública, especialmente las relacionadas con los procesos con los procesos contractuales, y más aún, con concesiones, que se observa a partir de esa época y que ha llegado a constituirse actualmente en una de las mayores amenazas para las finanzas públicas nacionales y territoriales (Sandoval y Arias, 2002)[5]. Esto debido a que, por más increíble, insensato e inconveniente que parezca, en Colombia no existe ningún tipo de control previo, de legalidad, ni presupuestario, sobre los proceso contractuales. Peor: los directivos que contratan discrecionalmente, también contratan o designan a los interventores de esos contratos (Sandoval, 2017).
Obviamente estos factores, es decir, la alta discrecionalidad en la gestión pública; la falta o ineficiencia de los controles, tanto previo (que es el único que puede impedir que los actos lesivos al erario se concreten antes de que sucedan) como posterior; la falta de rendición de cuentas (accountability); el escaso valor correctivo del control, y la irresponsabilidad que suelen caracterizar la gestión pública en nuestro medio, conllevan a su ineficacia e ineficiencia, y por ende inciden directamente en el desarrollo de prácticas corruptas.
Y es, precisamente en este tema; el de la responsabilidad, en el que menos hemos avanzado. En efecto, actualmente la función de auditora (interna y externa) se encuentra universalmente separada de la de “juzgamiento” de la responsabilidad por indebida gestión. Así, por ejemplo, en Europa, los Tribunales de Cuentas, con fundamento en los informes de auditoría, juzgan las conductas y profieren decisiones que tienen el carácter de sentencias (cosa juzgada) que no son susceptibles de recurrir ante los jueces, con excepción de los recursos extraordinarios de casación y revisión.
Por otra parte, en los sistemas anglosajones, caracterizados por un fuerte control parlamentario, las conductas indebidas son objeto de rápida rectificación por parte de los mismos gobiernos, o del Parlamento, o de la acción conjunta de ambos. En Colombia, por el contrario, la Contraloría conserva aún una función de juzgamiento o juicio fiscal (que en verdad corresponde a un proceso administrativo pero judicializado o imbuido de trámite judicial), a pesar de que sus actuaciones son claramente de naturaleza administrativa. Tanto que están sometidas a control judicial por parte de la Jurisdicción de lo Contencioso Administrativo, lo que a la postre incide en que esta función sea ineficiente, pues conlleva a que el mal llamado “juicio” fiscal se repita ante los jueces.
Por supuesto que tal función de juzgamiento resulta exótica en una entidad de naturaleza administrativa, no sólo por las anotadas razones jurídicas, sino prácticas: mientras las auditorías, base de los juicios de responsabilidad fiscal, son realizadas por funcionarios técnicos (contadores, geólogos, ingenieros, arquitectos, etc.); los llamados “juicios” tienen un enfoque jurídico-legal, y se desarrollan en un ambiente de extremo formalismo garantista, por parte de abogados (a partir de la contralora Morelli, uniformados como jueces), razón por la cual el procedimiento para establecer la responsabilidad resulta siendo tanto o más importante que el hecho fiscal mismo. En otras palabras, mientras el proceso de auditoría se debe efectuar con un enfoque técnico-administrativo, la etapa de juzgamiento de la responsabilidad debe obedecer a principios jurídico-judiciales cuya aplicación en un proceso administrativo termina dilatándolo hasta hacerse inoperante.
Ante este panorama se han propuesto diversas reformas, sin que ninguna de ellas apunte a la solución de los problemas estructurales enunciados. Algunos proponen “revivir” la llamada función de advertencia (declarada inconstitucional por la Corte Constitucional mediante Sentencia C-103 de 2015), que es una forma de suplir la inexistencia del control previo. Otros, más recurrentemente, proponen el “cambio de modelo” estableciendo el de Corte de Cuentas, lo que en nuestra opinión, se constituiría en un nuevo error, en la medida en que no sólo no corresponde al actual modelo de control, predominantemente de corte anglosajón, sino que, implicaría la constitución de un nuevo y verdadero Tribunal, o Corte, que se sumaría a las cuatro ya existentes (por demás desprestigiadas), cuyos procedimientos y resultados, en el estado actual de desarrollo cultural y político del país, pueden terminar siendo peores. Entre otras cosas, porque, al concentrarse la función de juzgamiento de la gestión administrativa en un solo cuerpo, este podría ser objeto de presiones o manipulaciones en su conformación, como sucede actualmente con las demás Cortes.
Sin duda, lo más adecuado y funcional, sería mantener, como sucede en la actualidad, la facultad de juzgamiento de la responsabilidad por indebida o ilegal gestión fiscal desconcentrada, es decir, en cabeza de los jueces administrativos y penales, respectivamente, quienes, de hecho se encuentran facultados para determinarla, en forma similar a como actualmente funciona en el modelo anglosajón. Lo anterior acompañado por el establecimiento del llamamiento en garantía automático en todos los casos en los que se pretenda una condena contra el Estado, para que el presunto responsable explique, justifique o responda por sus actos en forma inmediata y dentro del mismo proceso en el que se juzgue al Estado.
En otras palabras, la legislación debe prever que los funcionarios comprometidos en actos o hechos generadores de responsabilidad patrimonial para el Estado, sean llamados para que respondan por sus conductas, dentro de los mismos procesos administrativos o penales, en los que esta se ventile, lo que solo se lograría si se establece el llamamiento en garantía automático, y no en forma discrecional como actualmente está previsto. Además, que en caso de ser declarados responsables, queden inhabilitados por un término para gestionar recursos públicos, con lo que se terminaría la actual práctica de mantener vinculados a la administración a funcionarios que han permitido descalabros financieros contra el país.
De esta manera, además de replantearse y reenfocarse como entidad de carácter técnico, la Contraloría se enfocaría en su principal objetivo: la evaluación de las políticas públicas y el apoyo al Congreso y a la misma ciudadanía en el control político, como lo hacen las EFSs de los países desarrollados, antes que enfocarse en la recuperación de recursos comprometidos en actos de corrupción, más propia de la Fiscalía y los jueces penales.
Pero eso supone necesariamente que se implemente un control interno funcional, que pueda servir de base al control fiscal externo. Que cumpla con sus tres objetivos: el control de legalidad y presupuestario (incluyendo la verificación de cumplimiento de la regla fiscal) del ingreso y del gasto; su registro contable entiempo real, y su reporte (informes).
Finalmente, para lograr que la función de control sea verdaderamente independiente, y de alto nivel técnico, se hace necesario que todos los funcionarios de la Contraloría sean vinculados mediante concursos muy rigurosos, es decir, que todos sean de carrera, incluyendo a los contralores delegados, quienes conformarían un cuerpo colegiado con un presidente rotativo, quien no ostentaría la calidad de superior jerárquico de sus demás colegas, como sucede en las altas cortes colombianas. Su función primordial consistiría en el establecimiento de las políticas de control, y la decisión de los recursos interpuestos contra las resoluciones sancionatorias. A este cargo se llegaría luego de años de carrera y de logros probados, como culminación de una larga trayectoria en el ejercicio del control fiscal, como sucede en los países desarrollados.
De esta forma se avanzaría notablemente en reducir la irresponsabilidad administrativa, que junto con la concentración del poder y la falta de controles reales sobre la gestión administrativa, constituyen el germen de la corrupción.
[1] Díaz Arenas, Pedro Agustín, “Estado y Tercer Mundo”, Editorial Temis, Bogotá.
[2] Vásquez Carrizosa, Alfredo, El Poder Presidencial en Colombia, la crisis permanente del derecho constitucional, Ed. Sudamérica, 1986.
[3] Pérez, Francisco de Paula,Derecho Constitucional Colombiano, Tomo II, Tercera Edición, Bogotá, 1952.
[4] Sandoval Navas, Luis Alberto, La institucionalidad del Gasto Público en Colombia: propuestas de reforma contra la corrupción, Ed. Instituto Colombiano de Derecho Tributario, Bogotá, 2017.
[5] Sandoval Navas, Luis Alberto y Arias Pulido, Armando Enrique, La nación demandada: un estudio sobre el pago de sentencias, conciliaciones y laudos arbitrales. Revista Economía Colombiana No. 291, Bogotá, 2002.