He intentado recapitular los últimos días en canciones que me ayuden a identificar exactamente lo que siento, o lo que esté más próximo eso, a veces no tengo suerte y me pierdo abrumado en alternativas con resultados a medias sin entender finalmente en qué van mis tormentos. Pero antes de ayer, tal vez fallé y acerté al mismo tiempo al dar con una canción de la banda DINNER de nombre SAY WHAT YOU WANT (LOVE IS DEATH). Recordé cuan propenso soy a la tristeza y las poquísimas herramientas que tengo para defenderme. “Tú eres libre, libre de caer. Todo es sólo una cosa. El vacío es así. Y recuerda que… Di lo que quieras, di lo que quieras (El amor es muerte)”. Qué terrible tortura y qué precioso himno al dolor, como si me prohibiese querer con entereza y me privara de ser competente emocionalmente ante el frenesí amoroso.
Pasé el día sintiéndome realmente manipulado por mis propias emociones en un intento horrendo de auto sabotaje. Había estado toda la noche en brazos del hombre virtuoso, del rayo de luz venezolano que encontré en la esquina de la casa en la que vivo, por puro azar, una semana antes, y que ahora se la pasaba llenándome de besos mágicos e inspirando sin disimulo, admiración y dulzura. Cuando salía de clase, todas las noches después de las 10, me llevaba a los parques y calles a quererme sin falsedad, sin recato, a decirme que quería estar conmigo, que le gustaba lo que yo hacía, como me vestía, como lo besaba. Me llevaba a ser mirado con deseo, a contarme de sus viajes, de sus sueños, de sus privaciones y pesadillas. Pero yo sé que ya no va a volver a buscarme. Ya no nos volverán a señalar o a llenar de luces de carros, a pitar, a chiflar por ser un par de maricos agarrados de la mano, trepado el uno en el otro, por ser sonrientes sin censura que causan asco.
Ya no me va a volver a escribir que me desea, que me quiere. Va a dedicar el poquísimo tiempo que le queda en esta ciudad a la disciplina, a la sencillez femenina, a la dulzura de una mujer que debe saber querer, que es humilde, que le importa el mundo, que lucha por él, que hace tesis universitarias con interpretación de canciones infantiles en aplicación al postconflicto del país, o alguna cosa así. Que tiene una vagina, un vientre y el cabello largo. Que estudia con él, que es amiga de sus amigos, que le gustó primero, que ama a sus propios papás y que cree en dios. Y yo no sé qué voy a hacer. Yo nunca seré nada de eso. Si es algo que a él le gusta tanto yo estoy más que jodido.
Así que el viernes pasado me levanté a las 4:00 am, sin alarma, sin llamado, sin quererlo. Me senté al borde de la cama adolorido, sin saber por qué putas me dolía tanto que no me hubiese escrito. Recordé el castigo que otorgó Satanás a Juan De Marco al final de la película El ojo del diablo de Ingmar Bergman y se me revolvió el estómago. Cuando el rey del infierno comparte el castigo impuesto al protagonista sensible: pesadillas paradisiacas relativas a lo romántico por toda la eternidad. Su ayudante diabólico, con humana empatía le pregunta si no es aquello demasiado, pero Satanás le responde que “nada es demasiado cruel, para aquellos que han amado”.
Y aquí estoy yo, destruido. Me había quedado dormido obligándome a insensibilizarme, a perderme, coño. Pero mi cerebro tuvo la necesidad de pintarme un carnaval de mal gusto para mandarme al baño a vomitar nada, para mostrarme que podía causarme un daño mórbido, para arruinarme. Y eso que en aquel punto yo todavía no sabía nada, él no me había quitado el chance de decirle que yo ya estaba perdido desde la primera hora y que había causado en mí más que cualquier otro visitante. Que le daría residencia eterna y sería su mascota de pedírmelo. Que me importaba un culo tener cautela o ahorrarme daños. Aquí no se había desplomado de cansancio por la presión académica, por no tener tiempo ni para dormir como es debido.
Aún yo no sabía que le había contado a la chica con la que había empezado a salir antes de conocerme y de la cual yo ya no me acordaba en lo absoluto, que me había encontrado a mí, y que a ella no le había importado, que quería estar con él, que se lo suplicaba. Aún él no me había confesado que no sabía qué hacer, que por tener que abandonar definitivamente a uno de nosotros dos se sentía de espanto y estaba fallando en todo lo demás. Que nos obligaba a nosotros a decidir.
Yo no tenía ninguna intención de dimitir.
Así que si se decide a verme otra vez. Si no llueve. Yo sé que va decirme con eufemismos que la va a elegir a ella porque le va a poder agarrar las tetas en la calle sin que le vayan a pegar un tiro o a gritar. Porque a su familia le va a encantar, porque ya se acostumbró a besarla, porque yo lo extraño demasiado, porque yo luzco necesitado, porque siempre hablo con demasiada seriedad de mis emociones y sentires, porque de mí sí puede prescindir. Porque para dejar de verme, para olvidarme, sólo tiene que dejar de buscarme, de no pasar otra vez por mi calle, de dejar de dar click en mi nombre.
Por eso me he pasado los últimos días como un loco contando en secreto mi padecer a desconocidos, mi autoconciencia de debilidad, mi tragedia imbécil.
He ido a cenar con activistas.
He empeorado relaciones ajenas.
He pedido disculpas a amores que dejé a medias.
Y me sentí miserable. Y se me retorcieron las tripas, y entendí que siempre estoy hambriento de amor porque nunca he podido palparlo de cerca. Que amar es el mayor acto de masoquismo, que es inevitable, necesario, urgente. Que arde como la puta, y es a la vez el mayor de los dolores y el mayor de los goces. No puedo creer que el desamor no sea la primera causa de mortalidad en el mundo, que la gente sea tan poderosa y salga adelante.
Llorarse, pasar por el ojo de la aguja y sobrevivir.
Él ni siquiera me había terminado ni me había dejado de sonreír. No me había dicho que yo ya no le gustaba ni yo había dejado de sentirlo. No me había insinuado que la prefiere a ella ni había faltado a nuestras citas. No había dejado de tomarme de la mano ni de ofrecerme besos sutiles en sitios públicos. No había dejado de nombrarme cosas que deberíamos hacer juntos ni había parado en seco mis intenciones de quererle. Y yo creo que es cruel, que debería hacerlo ya mismo, ¡que me mate ya!, que me destroce en certeza para que no me quiera en incertidumbre. Que yo así no puedo vivir. Que yo no voy a poder mandarlo al carajo porque no me ha hecho absolutamente nada malo, y que si me lo hace, me voy a morir. Si me abandona otro jueves y viernes yo me voy a descocer. Si la quiere más a ella y no es reciproco, es él la victima de la siguiente punta de este triángulo y siento por él la misma lástima que siento por mí. Si no me da el chance de mostrarle las cosas grandiosas que tengo bajo mi manga no las verá nunca. Si mis sutilezas no le son más fascinantes que las de ella yo no voy a obligarle a nada, y dejaré que me patee. Me iré contento por esta vez haber sido osado, haberme devuelto en la calle por él, haberle respirado con ternura, extrañado con demencia, sufrido con rabia. Porque hace mucho no me pasaba y fui un tipo estupendo para el agravio.
Es una lástima que no me quiera lo suficiente y que no pueda yo poner mis brazos de nuevo a su alrededor. Pero supongo que es beneficioso que ame, sufra y cree. Que se sacuda todo. Mi inesperada odontóloga misántropa recomendaría que no se confunda por ningún motivo el crear con el reproducirse. Que se evite esa idiotez a toda costa.
Hoy es sábado, y después de recibir su mensaje tengo la seguridad de que ahora sí va a hacerlo, que después de una última semana de besos y vacíos por fin tomó una decisión y lo he perdido. Siento un descanso grandioso, pasmoso. Estuve bailando canciones tristes en la calle de camino al odontólogo y le conté a mi mamá por primera vez que me había enamorado de un hombre. Que iba a dejarme. Que me sería difícil. Que si no había sentido la necesidad de contarle era porque nunca me había sentido de esta manera, porque nadie más antes valió tanto la pena. Así que me dice que temer por mí no puede, porque sabe de antemano que el dolor es fuente efectiva de inspiración, que yo no voy a morirme, que los que no tenemos escudos tenemos proyectiles. En la tarde él me dice finalmente que tiene que desertar, y por supuesto, yo le digo que lo sé, que si bien él es estupendo, yo sería un pésimo amigo y nada tiene que volver a unirnos.
A pesar de que haya amputados no hay villanos.
Así todo duela y creamos que debería ser más dramático, con más alaridos y con lágrimas, no va a serlo. Porque las circunstancias nos permitieron ser la montaña rusa, no alcanzamos a la parte del aburrimiento y ahora siento menos ganas de negarme al amor y a la magia. Es agridulce, pero yo creo que el martes me voy a sentir muy bien y el jueves no tanto. El próximo mes todas las canciones sabrán a algo distinto, y se adaptará de nuevo todo mi mundo a mi decadencia útil, respirar volverá a ser más sencillo, gradual.
En la noche ya estaba yo viajando a San Cristóbal, a esa fiesta de música y drogas duras que una camarada llevaba meses esperando y que no podía haber llegado en noche más oportuna. Allí lo concebí todo. La catarsis de ácido, bienestar y luces con locos empoderados de sus extrañezas me hicieron pensar que la vida es increíble, impredecible. Nunca había bailado tanto ni me había sentido tan adecuado. Había superado en el primer set el ardor magnifico del afecto forastero y ya no quería estar en otro lugar ni con otra gente. Y me olvidé de todo y me enamoré de todo. Los Djs me hicieron el amor y me pusieron a llorar de felicidad. Todos bailaban solos, etéreos y brillaban como fuegos artificiales mostrándome que el amor es indescifrable, caótico y personal, que rebota por el mundo y se transforma. Y yo no tuve hambre, no estuve cansado, no tenía sueño. La existencia era un espectáculo del que no podía perderme nada y del cual quería sufrirlo todo. Pues aunque sabíamos que a todos nos romperían el corazón al acabarse la fiesta, era imposible que en cada convulsión no corriéramos dichosos a la pista cuando el corazón y los sentidos ardían de maravilla. Yo me sentí excelso, vibrante, amaneciendo dentro de un bus luminoso piloteado por Cary Grant, repleto de ángeles venezolanos ebrios y de fondo el himno nacional.