Hace unos doce mil años el ser humano vivió la transformación de mayor envergadura en su historia evolutiva: la revolución agraria.
Tras 250 000 años de vida nómada, basada principalmente en la caza y la recolección de alimentos, Homo sapiens comenzó a cultivar la tierra y a llevar una vida sedentaria. Aún no sabemos exactamente por qué la humanidad dio este enorme salto cualitativo en su forma de vida, pero hay indicios sólidos que apuntan hacia la combinación de tres factores.
En primer lugar, el factor climático: con el final de la última gran glaciación se descorrió el velo que los hielos habían tendido sobre grandes extensiones de tierra fértil. En segundo lugar, el factor demográfico: para ese entonces Homo sapiens ya había saturado el alcance productivo de su economía extensiva en buena parte de las zonas habitables de la Tierra. En tercer lugar, el factor tecnológico: la colonización de las grandes zonas habitables del planeta, con la consecuente emergencia de extensas redes de intercambio de bienes, técnicas e ideas, aceleró la evolución de la mente y la cultura humanas.
No habrían de pasar desde entonces más que apenas unos cinco mil años para que el ser humano aprendiera a dominar el cultivo intensivo de los cereales y las semillas que en adelante se constituirían en su principal fuente de alimento. Así, el ser humano reemplazó la frugal y variada dieta a la que venía acostumbrado desde sus más remotos orígenes primates. Esto propició un cambio fundamental en la relación del ser humano con la naturaleza, el inicio de una transformación ecológica sin precedentes en el planeta Tierra, una dramática contracción del repertorio nutricional de los seres humanos y el surgimiento y la expansión de nuevas enfermedades.
Así mismo, la revolución agraria permitió sostener poblaciones cada vez más grandes de personas. Y no pasaron más que apenas esos mismos cinco mil años para que, de las primeras y pequeñas aldeas de cultivadores sedentarios, emergieran grandes ciudades en las que se congregaba el comercio, se coordinaba la producción y la distribución de mercancías y se brindaba protección a la población de agricultores que habitaban en los campos aledaños. Así nacieron los primeros estados, y con ellos, en palabras del gran antropólogo Marvin Harris,
“aparecieron en la Tierra los reyes, los dictadores, los sumos sacerdotes, los emperadores, los jefes de gobierno, los presidentes, los gobernadores, los alcaldes, los generales, los almirantes, los jefes de policía, los jueces, los abogados, los carceleros, así como las mazmorras, las cárceles, las penitenciarías y los campos de concentración. Bajo la tutela del estado, los seres humanos aprendieron a hacer reverencias, a humillarse, a arrodillarse, a rendir pleitesía. En muchos aspectos, el ascenso del estado fue el descenso de la libertad a la esclavitud.”
La segunda gran revolución que impactó directamente sobre nuestros hábitos alimenticios, así como sobre nuestra concepción misma delo que son los granos que marcaron el origen de nuestra civilización —fundamentalmente el trigo, el arroz, el maíz, la avena y la cebada— fue la Revolución Industrial. Y no solo porque ésta permitió la industrialización masiva de su monocultivo.
La industrialización también impulsó un proceso que, hoy por hoy, le permite a las grandes agroindustrias y emporios alimenticios venderle a la gran mayoría de la población del planeta granos pelados y harinas refinadas bajo el caduco embrujo de que son de mejor calidad, o —si se quiere— alcurnia.
Sin embargo, tales granos y harinas no integrales pierden la mayor parte de su contenido nutricional en el proceso de refinación, e incluso pueden llegar a ser dañinos cuando se comen cotidiana y excesivamente. Al despojar al arroz, al trigo, a la avena, al maíz y los demás granos de sus gérmenes y cáscaras, se les despoja también de la mayor parte de su fibra, ácidos grasos, minerales, proteínas y vitaminas. Cuando consumimos granos y harinas refinados, consumimos casi que solamente su contenido calórico, el almidón. Así, nos privamos de una gran fuente de nutrientes esenciales y, para empeorar las cosas, incrementamos el riesgo de desarrollar enfermedades como infecciones del colon, obesidad y diabetes.
La tercera revolución está en ciernes, quizás en marcha. Puede ser la revolución de la información, el conocimiento y la conciencia de quienes no se resisten a caer en las trampas del mercadeo de la blancura y la alta pureza; de quienes con sus decisiones de consumo —y tal vez una pisca de activismo— propendemos por la transformación de la agroindustria y el desarrollo de mercados más amplios y dinámicos de granos y harinas integrales. Hoy es relativamente fácil encontrar arroz integral, pasta integral, panes integrales. Pruébenlos, verán la delicia y sentirán el cambio.