“Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos” (Salvador Allende).
Dieciséis mil libros fueron quemados en Valparaíso, de la primera edición de La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, de Gabriel García Márquez, publicado el 28 de noviembre de 1986 por orden del dictador Augusto Pinochet. Littín había sido desterrado y regresó de manera clandestina a su país para filmar las violaciones de derechos humanos de la dictadura. Más de 200.000 chilenos fueron obligados a migrar por cuenta de la represión del dictador.
Pinochet asumió el poder tras un golpe de Estado contra el gobierno socialista de Salvador Allende, propiciado por el gobierno de Nixon, a través de Kissinger y la CIA, el 11 de septiembre de 1973, tras operaciones de difamación y saboteo contra el gobierno progresista.
La intervención de Estados Unidos fue decisiva para impedir que Salvador Allende pudiera desarrollar los cambios sociales y económicos que se proponía. Como lo reveló la Comisión Church [1], la CIA tenía el objetivo de minar la gobernabilidad mediante lo que Helms llamó “hacer chillar a la economía chilena” y trabajó para potenciar una oposición fuerte mediante la financiación de partidos políticos como el Partido Nacional, la Democracia Cristiana y de medios de comunicación especialmente críticos, como El Mercurio.
También financiaron el grupo paramilitar de ultraderecha Patria y Libertad, responsable del asesinato en 1970 de René Schneider, comandante jefe del Ejército, leal a Allende. Meses antes del golpe tuvo lugar una huelga masiva de camioneros y comerciantes, también financiada por la CIA, que conducía a una parte parte de la ciudadanía a rechazar los proyectos de nacionalización. El 29 de junio de 1973 la organización Patria y Libertad llevó a cabo un intento fallido de golpe de Estado, conocido como el Tanquetazo, y un mes después asesinó al edecán naval del presidente Allende, el comandante Arturo Araya Peeters.
Instalado el gobierno de la dictadura, llegó Milton Friedman para recomendar la receta neoliberal, a través de quienes fueron sus discípulos, “los Chicago Boys”, Jorge Cauas fue nombrado ministro de Hacienda; Sergio de Castro, ministro de Economía; y Pablo Baraona, en el Banco Central de Chile. Eliminados los sindicatos, se impusieron reducciones severas del gasto público, privatización de empresas estatales, reducción de la protección de las empresas chilenas a través de bajar los aranceles para las exportaciones y fomento de la inversión extranjera. El resultado lo calificó Friedman como el “Milagro de Chile”. El Estado que garantizaría derechos reducido a su mínima expresión y en la dictadura aplicaría la Doctrina de la Seguridad Nacional, la noción del enemigo interno para eliminar las libertades y los derechos políticos.
El 5 de octubre de 1988, Pinochet perdió el plebiscito con el que se pretendía hacer reelegir por ocho años más. El no había sido promovido por la concertación de 13 partidos y movimientos políticos. La concertación propició una reforma constitucional, que permitiera una “transición consensual a la democracia” en definitiva, tras un acuerdo entre Pinochet y la oposición, se realizó una reforma sometida a plebiscito, que fue votada mayoritariamente, el 30 de julio de 1989.Tuvo que convocar elecciones en las que resultó ganador Patricio Aylwin en diciembre de 1989, manteniéndose Pinochet como presidente hasta el 11 de marzo de 1990, luego como comandante de las FF. AA. hasta marzo de 1998, para asumir como senador vitalicio.
Durante los 17 años de dictadura más de 80.000 personas fueron arrestadas, miles fueron torturadas, más de 3.000 fueron ejecutadas extrajudicialmente y entre ellas más de 1200 fueron desaparecidas.
Pinochet fue detenido bajo una orden internacional de arresto emitida por el juez Baltasar Garzón, en una visita a Londres el 10 de octubre de 1998, acusado de graves violaciones de derechos humanos. El 25 de noviembre la Cámara de los Lores, en una decisión histórica, le levantó su inmunidad diplomática para que pudiera ser extraditado a España. Sin embargo, el gobierno complaciente de Tony Blair, decidió permitirle regresar a Chile el 3 de marzo de 2000, simulando estar gravemente enfermo y conducido en silla de ruedas, al aterrizar en Chile, altivo descendió caminando las escaleras del avión. En 2004, el juez chileno Juan Guzmán Tapia dictaminó que Pinochet era médicamente apto para enfrentar un juicio y lo puso bajo arresto domiciliario, enfrentando más de 300 cargos penales hasta su muerte el 10 de diciembre de 2006.
Muerto Pinochet, el modelo de los gobiernos neoliberales se profundizó, privatizaron la salud, la educación, las pensiones, se redujeron o eliminaron los derechos laborales, lejos de proteger la producción nacional, abrieron aún más las puertas de la economía chilena a través de los tratados de libre comercio. El Estado reducido a garantizar las fuerzas del libre mercado, de la inversión extranjera, a salvar la banca en crisis que la misma produce y a estimular la concentración de su riqueza con tasas leoninas para los acreedores, mientras se fortalece la represión de la fuerza pública contra la movilización y la protesta social.
Sin embargo, la estantería del neoliberalismo, ya bastante sacudida en América Latina y en el mundo por las luchas populares y los avances del progresismo, se estremeció más fuertemente en octubre de 2019. El país que era vitrina de las políticas privatizadoras y se mostraba como el oasis de desarrollo en un subcontinente en crisis, mostró su verdadera cara de desigualdad y exclusión de las amplias mayorías. Lo que comenzó como una rebelión juvenil y estudiantil ante los costos de la educación y del transporte se convirtió en un amplio movimiento social que cuestionaba las bases mismas del sistema al mostrar la quiebra e injusticia de dos de los supuestos pilares del modelo: el esquema pensional y la salud, ambos convertidos en mercancías en beneficio de unos pocos y en detrimento de los sectores populares y medios.
La reacción de sorpresa e incredulidad del presidente Piñera y de su esposa ante las expresiones masivas de inconformidad son una muestra de cómo las clases dominantes en América Latina viven de espaldas a la realidad de sus pueblos. El mandatario no podía creer que en su “oasis” sucedieran esas cosas, pero su esposa fue mucho más lejos al afirmar que los protestantes parecían “extraterrestres”.
¡Para esta señora, así como para muchos miembros de las castas dominantes, los excluidos que no se resignan a la situación de injusticia, no son solamente gente de otra clase o raza, sino de otro planeta! Vaya idea de integración social la que tienen ciertas personas.
El impacto de las protestas masivas y persistentes ha sido tal que llegó a pedirse la renuncia del jefe de estado y se hizo ineludible una reforma constitucional que recogiera las exigencias populares. Hace algunos años se modificaron los aspectos más importantes de la Carta aprobada durante el período de la dictadura que conservaban elementos de ésta como la idea de seguridad nacional con base en la doctrina del enemigo interno, el papel de las fuerzas armadas como garante de dicha concepción y una parte del senado no elegida sino designada por el ejecutivo. Sin embargo, la Constitución vigente sigue teniendo cierto sabor de la época Pinochet y un énfasis más en la ley que en los principios y valores constitucionales y no consagra expresamente los derechos sociales. Esto hace más imperativa su modificación para hacerla más acorde con el consitucionalismo moderno y con las necesidades de la propia sociedad chilena.
Sin embargo, en una situación similar a la que vivía Colombia con la Constitución de 1886, la Carta Magna chilena no permitía ser reformada, sino solamente por el mecanismo establecido en ella por el Congreso de la República. Por eso, acudiendo a la figura del constituyente primario se ha convocado a plebiscito para que el pueblo decida si aprueba o no la reforma de la Constitución actual y en el caso positivo la posterior elección de los integrantes de una entidad denominada convención constitucional para tal efecto.
Se harán a los ciudadanos estas dos preguntas:
1. ¿Quiere usted una nueva constitución? Las opciones de respuesta son: apruebo o rechazo.
2. ¿Qué tipo de órgano debería redactar la nueva constitución? Las alternativas serán: “Convención Mixta Constitucional” (asamblea conformada en un 50% por constituyentes elegidos directamente y 50% por miembros del actual Congreso) o “Convención Constitucional” (asamblea conformada por 100% de constituyentes elegidos).
La convocatoria a este mecanismo de democracia participativa ha estado enmarcada en maniobras gatopardistas del gobierno y de los sectores que han detentado el poder en las últimas décadas. Se trata del viejo truco de que “algo cambie para que todo siga igual”. Solamente la derecha más extrema y los nostálgicos de la dictadura están por el rechazo, mientras que la derecha tradicional, entre la que está la Unión Democrática Independiente y Renovación Nacional al que está afiliado el presidente Sebastián Piñera, el Demócrata Cristiano, Radical Socialdemócrata y otros de centroizquierda están claramente por la aprobación, pero de manera que los cambios no sean tan profundos como proponen los representantes del estallido social. De esta manera suscribieron el llamado Acuerdo por la paz social y la nueva constitución que contempla la elección de un cuerpo llamado “Convención Constitucional”, que no podrá afectar las competencias y funciones de los demás órganos del Estado.
Por tal motivo los partidos más a la izquierda y los voceros del movimiento social si bien apoyan el plebiscito, se apartan del acuerdo (del cual por lo demás, habían sido excluidos) y llaman, no a una convención sino a una verdadera constituyente soberana, que permita la más amplia representación social y no excluyente. Igualmente exigen la paridad de género en su composición y que se garantice la representación a los pueblos originarios. Igualmente, que la nueva carta política consagre en forma clara los derechos sociales y la opción de un modelo económico autónomo y concordante con los intereses generales.
Como trasfondo de esta problemática está el despertar del pueblo mapuche, indígenas originarios conocidos también como araucanos que han aportado a la historia luchas trascendentales y líderes destacados como Lautario y Caupolicán. En el marco de sus protestas más recientes han sufrido el despojo de tierras y la persecución implacable hacia sus dirigentes más destacados.
Otro justo reclamo que se hace a la manera como el gobierno ha manejado el descontento y el proceso constituyente al que dio origen es la militarización y la represión que lo están convirtiendo, no en una jornada cívica, social y democrática sino casi en un asunto de orden público en el que de manera expresa se pone a los cuerpos armados oficiales en función represiva e intimidatoria. Un ejemplo dramático fue el empujón brutal de un carabinero a un menor de edad que participaba en una protesta el 2 de octubre, que lo hizo caer desde un puente hasta el río Mapocho en pleno centro de Santiago. No contentos con esto, los policiales no rescataron al joven ni interrumpieron su acción represiva contra los manifestantes. Afortunadamente, el muchacho fue rescatado por los bomberos y se recupera satisfactoriamente de las lesiones sufridas.
Tal situación refleja la necesidad imperiosa de que el cuerpo social y las instituciones políticas reformen las entidades militares y los órganos policiales, asunto que en Colombia es de palpitante actualidad. No salimos del estupor producido por la matanza ocasionada por la policía en la horrible noche septembrina y por los desmanes del Esmad, ente que está en mora de ser disuelto.
Cuando se cumplía un año del inicio de la revuelta popular el 18 de octubre, de nuevo el país siente el fervor de las marchas y manifestaciones masivas, pese la pandemia más de medio millón de personas se tomaron las calles para protestar en todo el país, la mayoría de las movilizaciones se desarrollaron de manera pacífica. El mismo día en que el pueblo boliviano recuperó la democracia con la contundente victoria de Luis Arce del Movimiento al Socialismo (MAS), secuestrada un año atrás por las maniobras del gobierno de Estados Unidos y de Luis Almagro, secretario general de la OEA que propició el golpe de Estado contra Evo Morales.
Solo en Santiago se desarrollaron hechos de violencia, una minoría de manifestantes quemaron la iglesia San Francisco de Borja, iglesia "institucional" del cuerpo policivo de los Carabineros. Horas más tarde, otros manifestantes quemaron la Iglesia de la Asunción, una de las más antiguas de Santiago. Las llamas derribaron la cúpula de este templo, cuyas imágenes cubrieron todos los noticiarios.
La represión detuvo a más de 600 personas, pero la indignación contra el gobierno de Piñera lejos de disminuir crece. El plebiscito del domingo 25 de octubre fue servir como desfogue del gran descontento social, si gana el sí al cambio constitucional, esperemos que las transformaciones sean profundas, en la patria de Gabriela Mistral y de Pablo Neruda a través del ejercicio de la soberanía popular para que nuevos actores rectifiquen el rumbo de la nación en consonancia con las últimas palabras del inmortal Salvador Allende: “Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.
[1] Acción encubierta en Chile, 1963-1973