El problema en nuestro país no es que exista una justicia indígena sino que coexistan, bajo una misma unidad nacional y con el mismo ordenamiento jurídico, por lo menos tres justicias distintas sin que ninguna sea verdaderamente justa.
Existe, en primer lugar, “nuestra justicia”, esa que exaspera por su lentitud, emanada de la Constitución y compuesta por cuatro altas y desprestigiadas Cortes. Nos cobija a todas y todos los colombianos, es garantista al grado sumo, tanto que una acción de tutela puede anular un fallo de última instancia, salvarle la vida a una niña moribunda o liberar de forma inmediata a un violador; pero al mismo tiempo es injusta por lenta e incoherente. Por un mismo delito, como el asesinato, un paramilitar recibe 8 años de prisión y un atracador callejero puede llegar a purgar 30 años o más.
Existe también bajo el mismo techo de la Constitución Nacional la justicia indígena, esa que en asamblea popular en menos de una semana condenó a 40 y 60 años de cárcel a los guerrilleros acusados de asesinato. Esta sentencia exprés, que generó tanto júbilo como rechazo la acción infame de las Farc, ha sido tomada como ejemplo para “nuestra justicia”. Muchas personas que en otras ocasiones habían censurado la autonomía del pueblo nasa para apoderarse de tierras, por ejemplo, ahora aplauden la severidad y prontitud de la condena.
Y por último existe en Colombia la justicia guerrillera, sin segunda instancia ni derecho a defensa, pero igualmente eficaz. Un tribunal revolucionario se arma en cualquier cambuche y puede condenar a muerte en apenas pocas horas a un desertor o aprobar la decisión de un comandante de secuestrar a alguien hasta que no pague su rescate.
Es muy difícil consolidar una democracia cuando se tiene que soportar que bajo un mismo territorio convivan tan diversos tipos de justicia. Y es esta disparidad —y no como muchos piensan, los tiempos en que se aplican las leyes—lo que pone a tambalear la institucionalidad del país.
A nadie debería alegrar, por ejemplo, que un Romaña cualquiera, determine la pena que debe pagar un empresario o un terrateniente , pero esto bajo la Ley 001 de las Farc es conocido como justicia revolucionaria y existe hoy en Colombia con la mayor eficiencia, aunque por fuera del Estado de derecho.
Así mismo no deberíamos alegrarnos que los indígenas, en un juicio sumario resuelvan el proceso contra los guerrilleros de las Farc. Por mucho odio que nos produzca el acto salvaje de matar a dos personas porque retiraban la propaganda conmemorativa de la muerte de Alfonso Cano, una asamblea popular no es el espacio ideal para juzgar a nadie. Así condenaron a muerte a Jesús, el más inocente de los inocentes. Y perdónenme la comparación absolutamente desproporcionada pero lo que quiero decir es que una multitud sedienta de venganza no es el paradigma de justicia.
Así como el monopolio de las armas debe estar en manos del Estado de derecho, habría que recuperar el monopolio de la justicia, la verdadera y única, la democrática, la oportuna, bajo una sola rama judicial que tenga la autoridad moral para regir sobre todo el territorio nacional.
Claro mientras tengamos jueces como el presidente de la Corte Suprema de Justicia, que insulta a los policías para defender a su hijo, o corruptos que cambian sentencias por carros último modelo, o carteles de testigos falsos, o cárceles con niveles imposibles de hacinamiento, la tentación de crear otras formas de justica será incontenible.
Ah, y por supuesto, la justicia que prevalece en situaciones tan caóticas como la colombiana, es la hecha por mano propia. Y esa ¡es la peor de todas!
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