La semana pasada, cuando todavía resonaban en el país los estertores del último enfrentamiento entre el presidente Petro y el fiscal Barbosa, sucedieron tres eventos, conectados entre sí y para nada ajenos a la disputa permanente que ha marcado la relación entre el gobierno y los sectores más duros de la oposición.
El primero fue la concentración de un número importante de militares retirados en la Plaza de Bolívar de Bogotá el miércoles. Se mostró como una protesta pacífica, legítima y amparada por la Constitución, por las reivindicaciones del sector, pero también en contra de la Paz total y demás reformas del gobierno.
Sin embargo, por más esfuerzos que se hicieron para negarlo, quedó muy en claro que se trató de una nueva convocatoria de la extrema derecha. “Al autócrata se le debe recordar que no puede pasar sobre todo el país”, trinó a propósito del evento Enrique Gómez.
Entre sus promotores y participantes estuvieron algunas de las figuras más estridentes y reconocidas del Centro Democrático y varios militares retirados de la institución en tiempos recientes. Además de su postura radical contra la paz, muchos de ellos están implicados en crímenes de Estado y/o relaciones turbias con el narcotráfico.
En medio de arengas, uno de los uniformados subió a la estatua de Bolívar para quitarle la bandera de la Guardia Indígena y de otras organizaciones, dejada allí durante una movilización de respaldo al gobierno. Un acto profundamente simbólico, que revive enfrentamientos similares que se vienen dando a lo largo y ancho del país, en la medida que avanzan las reformas. Una expresión del rechazo al carácter incluyente del actual gobierno.
El controvertido exgeneral Eduardo Zapateiro, quien fuera comandante del Ejército hasta cuando Petro fue elegido presidente, estuvo en primera línea. Recordemos solo algunas de sus andanzas y ejecutorias, al son de “Ajúa”, su grito de guerra. Expresó su pesar por la muerte de Popeye, tenebroso lugarteniente de Pablo Escobar; fue enviado como pacificador a Cali por el gobierno de Duque durante el estallido social de 2021.
En la concentración estuvo también el excoronel Publio Hernán Mejía, imputado por la JEP por crímenes de guerra y lesa humanidad, por su responsabilidad en 75 casos de falsos positivos, en el norte de Cesar y el sur de la Guajira, cuando era comandante del batallón la Popa. Crímenes que no reconoció a pesar de las evidencias.
Un día después de la concentración, se conoció que el alto tribunal le revocó todos sus beneficios, incluida la libertad condicional de que gozaba desde 2017. Señaló que incurrió en un discurso “denigrante, ofensivo, que se tradujo en estigmatizaciones, amenazas, expresiones de odio, atribución de conductas delictivas sin prueba, incitación a la polarización y a la violencia, negación de la democracia y, en últimas, revictimización y lesión de los derechos de las víctimas”.
El segundo evento sucedió al día siguiente de la concentración. En medio de una entrevista radial, el excoronel del Ejército y expresidente de Acore, John Marulanda señaló: “En Perú las reservas fueron exitosas al lograr defenestrar a un presidente corrupto. Aquí, vamos a tratar de hacer lo mejor por defenestrar a un tipo que fue guerrillero”.
En seguida se refirió a más de 50 organizaciones que trabajaban por conformar un movimiento político, “lo suficientemente fuerte como para manejar la situación política que se presente”. Aunque intentó rectificar después, quedó muy en claro las intenciones golpistas de un sector de la reserva y la fuerza activa.
El tercer evento, que en buena medida explica los anteriores, es la audiencia única ante la JEP y las víctimas de Córdoba, de Salvatore Mancuso, ex jefe máximo de los paramilitares, hecha de manera virtual desde su centro de detención en EEUU. Las dos primeras sesiones de dicha audiencia “coincidieron” con los eventos mencionados.
Cuando falta todavía la mitad de las mismas, su horripilante relato ratifica varias acusaciones, la mayoría de las cuales ya se conocían, tanto por la JEP, como por la Comisión de la verdad.
Desde la gobernación de Antioquia, el paramilitarismo fue conformado como un proyecto de largo alcance, con un papel determinante por parte de la fuerza pública. Dice Mancuso: “Fui entrenado por las Fuerzas armadas, soy hijo directo de ellas”.
Las Fuerzas Militares les suministraron todo tipo de apoyo económico y logístico: entrenamiento en contraguerrilla, armamento, helicópteros, protección, información. Todo ello fue determinante en la creación y consolidación del temible bloque norte, comandado por Mancuso, quien recibió carnet del Ejército.
La institucionalidad del Estado, gobernadores y otros altos funcionarios, se puso al servicio de la expansión del paramilitarismo. Adicionalmente lo hicieron empresas, ganaderos, bananeros, mineras, Ecopetrol.
Hubo colaboración entre el Ejército y los paramilitares en las masacres y falsos positivos. En la ejecución de población civil, en especial campesinos/as, estigmatizados como guerrilleros. Para no hablar de la desaparición de cadáveres, mediante hornos crematorios en Norte de Santander, y el traslado de más de 200 de ellos a territorio venezolano.
Los Zapateiro, Mejía, Uscátegui y los exedecanes de Uribe tienen mucho que perder en este asunto. Mancuso ya había señalado que fue guía de varios batallones. La figura de Pedro Juan Moreno como secretario de gobierno de Uribe en Antioquia los enreda a todos. El locuaz vicepresidente, Pacho Santos, no puede pasar de agache.
Claramente, hubo una llave entre las Convivir, las FFMM y el paramilitarismo. Esta connivencia y los grandes negocios que todavía existen, son el fondo del problema. La nueva política de seguridad de Petro los desafía. Por ello, la perspectiva del golpe, duro o blando, sigue ahí y ese es el asunto central.