“Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de república unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general". Con esta fascinante prosa inicia el texto de nuestra constitución política que hoy cumple exactamente 30 años y que fue redactada como respuesta a la conmoción que vivía nuestro país a principios de la década de los 90, una nación asolada por el narcotráfico donde dos fuertes carteles (el de Cali y Medellín) imponían la ley y el orden en casi toda Colombia, las tres ramas del poder público amedrentadas por los amos y señores que a punta de plata y bala, habían permeado toda la institucionalidad y con ese poder logrado, frenaban cualquier acción del Estado para controlar sus acciones criminales, casi que al igual que hoy, existía una desconfianza total de la ciudadanía en sus autoridades para poder garantizar sus vidas, honra, bienes y creencias y pocas herramientas legales y constitucionales para enfrentar el horror que se vivía por cuenta de esta situación que desencadenaba todo tipo de actos terroristas (que no permitían tranquilidad en ningún lugar), secuestros y una economía enrarecida por la circulación exagerada de plata mal habida en las calles.
Ante este panorama con un mecanismo que no era considerado en la constitución de 1886 que solo podría ser reformada por acto legislativo, es decir vía Congreso de la República, un movimiento estudiantil encontró la solución al laberinto jurídico que tenía condenada a nuestra patria al exterminio, se inventó la séptima papeleta, la propuesta de incluir en las urnas en las que se elegían congresistas (representantes a la Cámara y senadores), diputados, alcaldes, concejales y juntas administradoras locales, un voto adicional para promover la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente que reformara la carta magna. “Que se cuente” fue la voz con la que se hizo escuchar el sentir ciudadano que pedía a gritos una solución frente a uno de los temas mas polémicos del momento, que se había convertido en el florero de Llorente desatando una guerra a punta de bombas, con las que se pretendía obligar al Estado a prohibir la extradición de colombianos al exterior, lo que se convirtió en la causa de la presión violenta de los llamados extraditables.
Sin embargo este tema era solo la punta de la lanza, Colombia era un Estado ortodoxo, inquisidor, en el que no se respetaba el derecho a la libertad de culto con reconocimiento exclusivo a la religión católica, totalmente centralizada y sin ninguna prevalencia de los Derechos Humanos, claramente un país retrógrado y anclado a un modelo totalmente anticuado y de espaldas al desarrollo mundial, la promulgación de la constitución de 1991 llegó como una respuesta a ese clamor popular que reclamaba verdaderos cambios y con mecanismos como la acción de tutela, la elección de gobernadores, mayores mecanismos de participación, el bloque de constitucionalidad, la autonomía territorial, el reconocimiento de los cabildos indígenas y el artículo 55 transitorio para las comunidades negras, se pretendió dar un giro de 180 grados a un país con un régimen poco participativo y excluyente.
Sin embargo pasó el tiempo y lo que parecía el fin de todos los males, se fue convirtiendo prácticamente en letra muerta, los poderosos encontraron la fórmula para no ceder ni un mínimo de sus privilegios y pese a que el Congreso de la época fue revocado, ingresaron al capitolio elegido posteriormente a hombres de corte derechista como Álvaro Uribe Vélez que inició a destrozar los fundamentos constitucionales, con la trampa de la reglamentación y con la ley 100 de 1993, hirió de muerte el sueño de una mejor nación, pervirtió el sistema de seguridad social, lo que aunado al corte neoliberal del presidente César Gaviria quien fue artífice de la apertura económica, un embeleco que empobreció al campesinado, obligando a los pequeños propietarios a vender sus tierras para luego irse a engrosar los cordones de miseria en las grandes ciudades, todo fue de mal en peor y a pesar de que se dieron pequeños pasos gracias por lo menos a figuras como la tutela, la inestabilidad laboral, los privilegios a la gran industria y las nulas políticas para estrechar la desigualdad, fue sumiendo al país en índices de desigualdad que terminaron convirtiéndolo o ratificándolo en el segundo mas inequitativo del mundo.
Las comunidades negras, dependientes especialmente de la arruinada actividad agrícola, no fueron ajenas al dizque progreso de César Gaviria, que con su célebre frase “bienvenidos al futuro” sentenció un destino de retraso a los más necesitados del país, entre quienes definitivamente nuestras poblaciones que además solo lograron un reconocimiento al cambio constitucional, por la vía legal (ley 70) perdiendo la posibilidad de la autonomía territorial, que habría significado un avance importante, ha venido ocupando los mayores índices de necesidades básicas insatisfechas. Si en Colombia llueve, en los territorios negros, afrodescendientes, raizales o palenqueros (NARP) no escampa, estudios de la ONU señalan que por lo menos en los 108 municipios colombianos con mayor población NARP, estos índices son 20 puntos porcentuales superiores, en algunos territorios del Pacífico colombiano los índices de pobreza multidimensional alcanzan incluso hasta 70 puntos por encima de la media nacional, solo el 14% de los afrodescendientes que terminan el bachillerato, logran ingresar a la educación superior y de estos solo el 3% finalizan sus estudios, sin decir que un muy mínimo porcentaje de ellos, ocupan cargos acorde a sus profesiones.
La pandemia del COVID-19 desenmascaró el déficit en materia de servicio de salud en estas poblaciones, que tienen en el mejor de los casos, como sala de atención de urgencias los improvisados aeropuertos en poblaciones aledañas a las que muchos tienen que llegar en canoa o lancha para ser evacuados a las principales ciudades del país, en muchas veces, fracasados intentos por salvarle la vida a quienes sufren problemas de salud.
El fracaso de la hoy treintañera Constitución de Colombia, quedó evidenciado en el estallido social que vive el país, en el que ciudades con grandes asentamientos afros como Cali, donde sus comunidades en su mayoría migrantes de territorios empobrecidos por la violencia, el narcotráfico y un Estado indolente, fueron justamente epicentro, producto del trato inhumano que han recibido y que agotadas por la desigualdad y por los abusos de un sistema que además de cerrarle las puertas de las oportunidades, las explota, queriendo oprimirlas en medio de un sofisma de igualdad, equidad y justicia que para nada se ve reflejado en la realidad.
Los treinta años de la constitución llegan en medio de la coyuntura social más importante que ha vivido Colombia en su historia, un momento propicio para ratificar ese pacto social, que no requiere cambios mas allá de su ejecución, bajo una interpretación humana, alejada de la dañina mano uribista responsable de más de 20 de las cerca de 50 reformas que ha sufrido nuestra carta magna, que en su texto original tiene la respuesta que hoy miles de personas buscan desesperadas en las calles y fueron la causa del bloqueo por casi dos meses al país, como una forma de presión para que el Estado mire a sus comunidades y por primera vez actúe en favor del pueblo y no en beneficio de los privilegios de las 10 o 15 familias que históricamente se han enriquecido a expensas del trabajo de millones de colombianos, que piden a gritos mas y mejores oportunidades, una vida digna y un Estado que no gobierne de espalda a las necesidades de sus gobernados.