Podría decirse que la cumbre de la OTAN celebrada la semana pasada en la ciudad de Vilna fue todo un triunfo para Joe Biden. Logro que los 32 miembros de esta alianza militar- incluidas Alemania, Francia y la Gran Bretaña - firmaran sin rechistar una declaración en la que Rusia y China son señaladas una vez más como temibles adversarios, tal y como lo viene haciendo Washington en sus documentos de seguridad nacional desde el gobierno de Obama. Pero si se lee con atención el texto de la misma se descubre un cambio significativo en los términos y en el tono con el que se refieren a ambas, que atempera el triunfalismo de Biden. Dicha declaración ya no exhibe la agresividad y la contundencia a la que nos tenían acostumbrados las declaraciones del presidente norteamericano, de sus funcionarios y portavoces y desde luego de Jens Stoltenberg, el secretario general de la alianza, ese fanático. En ella se afirma de manera sorprendente que “la OTAN no busca la confrontación y no representa una amenaza para Rusia”, al tiempo que anuncia su disposición a “mantener abiertos los canales de comunicación con Moscú”. Algo semejante ocurre con respecto a China, porque, aunque afirma que “las ambiciones declaradas y las políticas coercitivas” del gigante asiático representan “un desafío para los intereses, la seguridad y los valores de la OTAN”, añade a continuación que la alianza “sigue estando abierta a una colaboración constructiva con Bejing”.
Cierto, estos cambios pueden ser simplemente descartados como cambios puramente retóricos o como una prueba adicional de que “la lengua del hombre blanco es lengua de serpiente”, como dijo el cacique. Creo, sin embargo, que tales cambios responden a cambios efectivos en las correlaciones de fuerza en la coyuntura política internacional y específicamente en la guerra de Ucrania. Entre ellos ocupa el primer lugar el fracaso de la gran contraofensiva ucraniana. Anunciada a bombo y platillo para la primavera de este año y aplazada hasta los comienzos del presente mes de julio, sus resultados hasta la fecha son tan escasos como severas las pérdidas de hombres y armamento pesado, que cabe dudar seriamente que pueda alcanzar sus objetivos. La decisión de última hora de Biden de enviar a Zelenski 800 millones de dólares de bombas racimo - prohibidas por tratados internacionales -, es más una sangrienta fanfarronada que una decisión capaz de modificar realmente el curso actual de la guerra.
El reconocido analista político y militar norteamericano, John Mearsheimer, viene de publicar un análisis descarnado de esta guerra , que subraya tanto la virtual imposibilidad de que la gane Ucrania, como la de que se pueda compensar en el corto y mediano plazo la evidente debilidad de esta última con el envío masivo de tropas de los países de la OTAN. No solo porque dicho envío incrementaría exponencialmente el riesgo de que Rusia en respuesta emplee armamento nuclear. También pesa -y mucho - el compromiso contraído por Biden ante la opinión pública de su país de fidelidad a la política de No boots in ground. O sea, el compromiso de no enviar tropas norteamericanas a combatir abiertamente en suelo ucraniano. El recuerdo de la catastrófica retirada de las mismas de Afganistán está aún muy fresco en la memoria de sus potenciales votantes.
Está además el hecho de que en septiembre la campaña electoral por la presidencia pisa a fondo el acelerador y un Biden, con unos índices de popularidad muy bajos, tendrá que enfrentar en el curso de la misma a un Trump que insiste en que si llega a la Casa Blanca pondrá fin a la guerra de Ucrania en 48 horas. Y tendrá que disputar la nominación como candidato demócrata con John Kennedy Jr., quien no ha tenido tampoco ningún empacho en afirmar públicamente que la guerra de Ucrania no es más que la inevitable respuesta de Rusia a la continua expansión de la OTAN al Este, hasta sus fronteras europeas.
La suspensión por ambos bandos de las actividades ofensivas en los frentes de batalla es lo que en realidad estaría detrás de la inesperada moderación del lenguaje beligerante de la OTAN
Los desafíos que supone la campaña electoral norteamericana, sumados al fracaso de la contraofensiva ucraniana y la imposibilidad de una intervención inmediata de las fuerzas armadas norteamericanas, abocan inevitablemente a una tregua en la guerra ucraniana. O si se prefiere, a la suspensión por ambos bandos de las actividades ofensivas en los frentes de batalla, que es lo que en realidad estaría detrás de la inesperada moderación del lenguaje beligerante de la OTAN. La tregua no traería consigo desgraciadamente la apertura de negociaciones de paz sino apenas el “congelamiento” el enquistamiento de la guerra. Porque, tal y como señala con razón Maersheimer, Estados Unidos no se puede dar el lujo de permitir una victoria rusa en la misma por lo que supondría de descrédito en todo el mundo y en especial en Europa. Rusia tampoco puede permitirse una derrota, porque para ella también seria el fin. Ucrania no es Afganistán, para ninguno de los dos. Por lo que lo más probable es que el estado de beligerancia se mantenga, aunque bajo la forma de lo que algunos analistas, igualmente norteamericanos, han llamado la “solución coreana”, en referencia al congelamiento sine die de la guerra de Corea. Ni guerra ni paz sino todo lo contrario, que diría el filósofo de Buga.