Trazado de un samanicidio

Trazado de un samanicidio

Por: Irina Juliao Rossi
octubre 17, 2013
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Trazado de un samanicidio

Cuentan que hace décadas atrás, al elevar los ojos hacia cualquier dirección en Cartago, las pupilas fácilmente acogían un color verdoso, propio, de las siete colinas que circundaban la ciudad. Incluso, esos mismos historiadores de fresca memoria, advertían (y todavía lo sostienen) que el clima era diferente, muy por debajo de los 30 grados que hoy hace brillar más, el astro diurno, al punto, de llevar el apelativo de ser el “Sol más alegre de Colombia”.

Pero los constructores, al estilo de los conquistadores europeos, comenzaron a colonizar esas verdes lomas, donde era muy común ver a familias enteras, en especial los menores del hogar, deslizar sus sonrisas sentados sobre un cartón, hasta pasar la meta de los alambres de púas.

Y así, la cultura del concreto comenzó a cementar la cotidianidad, las costumbres, mientras se levantaban nuevos barrios en una ciudad que no sobrepasa los 150 mil habitantes, divididos en sus siete comunas.

Es tal la riqueza (o lo era) natural de esta localidad, que sumado a esas siete colinas y por estar ubicada en la cuenca baja del río La Vieja y en límites con el gran Cauca, presenta un buen número de humedales que corren el riesgo de convertirse en escombreras públicas y predios para urbanizar. Extinguiendo especies como la rana toro, moluscos gigantes, aves migratorias, mamíferos voladores consumidores de frutas, además de arbustos y hongos.

Semejante a los fuertes que levantaron los españoles, hoy, un grupo de cartagüeños se erigen en contra de lo que podría llamarse, la extensión de la colonización cementera, justamente, en una ciudad que todavía conserva en algo, su antecedente colonial, por haber sido paso entre el centro y el sur del país en la época de la Nueva Granada.

Y si, desenfundan su única arma, como lo son las palabras, carteleras y una que otra cacerola, para oponerse a la tala de al menos, cien árboles de Samán, después de conocerse en agosto pasado, el trazado del proyecto de la denominada avenida Santa Ana que conectará a Cartago con otros municipios del norte del Valle (Ansermanuevo, El Águila, Argelia), además del Chocó y el mismo aeropuerto local.

La tan anhelada avenida, soñada por muchos (hoy, ya no tanto) que tendrá un costo cercano a los 14, 250 millones de pesos (catorce mil doscientos cincuenta millones de pesos) aprobada en la reunión de la OCAD del Pacífico, celebrada en Popayán, comenzaría, según el gobierno local y departamental, con la licitación a finales de este año y su primera piedra – de muchas- el próximo.

Pues piedra es la que tienen los defensores de estos árboles que están apostados en ambas aceras de la vía. Piedra porque no están de acuerdo con la exterminación de unas especies que se sumarán a las otrora caracolí, higuerón, chamburo, pízamo y piñón de oreja que hacían parte del inventario arbóreo de la también llamada Villa de Robledo (por aquello del mariscal español Jorge Robledo, disque su fundador).

Lo cierto es que si no siguen en pie de lucha, revolviendo sus piedras internas pro-defensa de la cultura verde, volverán a llorar como cuando vieron caer a pedacitos el samán de la calle 17 con segunda esquina; o el caucho de La Isleta, o esos otros de El Prado, Las Colinas y Guayacanes. Y después, seguirán llorando porque a otro ‘conquistador constructor’ se le alumbrará las neuronas para colonizar el bosque seco o reserva natural ubicado en predios de la planta del acueducto, sembrado a mediados de los años 20, con una riqueza, de por lo menos, mil árboles.

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