Hace dos semanas se publicó un video en el que un juez especializado en restitución de tierras recepciona en audiencia la declaración de una reclamante que es sujeto de especial protección constitucional, por su condición de pobreza, por ser mujer, afrodescendiente, desplazada y adulta mayor. En el desarrollo de la diligencia, el juez señala que la declarante está faltando a la verdad por considerar falsa su manifestación de tener derecho sobre un predio y le señala que “la va a tirar a la Fiscalía”. La víctima ad portas de llorar, tomándose la cara con ambas manos, con temor y visiblemente afectada, solo puede musitar “esa es la verdad”.
Por este motivo, la abogada de la reclamante de tierras y la Procuraduría le solicitan que reciba la declaración sin constreñimiento y le recuerdan que la prueba debe ser valorada en el momento oportuno, ante lo cual la respuesta del operador judicial fue decirle que igualmente iba a “tirarlas a la Fiscalía”. Dentro de la argumentación poco coherente que ofreció el juez se encuentra que la Ley 1448 de 2011 sufriría grandes modificaciones. En efecto señaló: “Lo cambiamos hace dos meses, se cambió en el orden mundial y en el orden nacional. ¿Qué se dijo? Lo que es la mentira más grande es la restitución de tierras en nuestras zonas”.
También argumentó que sus preguntas eran “mandadas por la Corte Suprema”. Posteriormente, lució asombrado y desconcertado porque la audiencia fuera grabada. Transcurridos aproximadamente 20 minutos ordena suspender la audiencia. Por estas conductas, la Procuraduría manifestó que solicitará se adelanten unas pruebas médicas en las que se evalué la salud mental del funcionario.
En mi criterio, la actuación de este juez transgredió el principio de buena fe a favor de la víctima, establecida en los artículos 5 y 78 de la Ley 1448 de 2011, el cual es medular en la arquitectura de tal norma. Asimismo, se violentó la garantía de la comunicación libre de las víctimas, así como el deber de adoptar medidas de enfoque diferencial para facilitar su declaración (artículos 36 y 41). Adicionalmente, sostengo que la actuación del juez es confusa puesto que su lenguaje y argumentos son exiguos y poco elaborados.
Ahora bien, presumir de este juez una conducta ligada a actos inapropiados o espurios es un camino fácil, que no debe seguirse por ningún miembro de la comunidad jurídica, dada la presunción y demás garantías constitucionales de las que goza toda persona, hasta tanto las autoridades no definan lo contrario.
Sin embargo, este caso nos permite pensar dos aristas que impactan en la garantía de los derechos de las víctimas en el trámite de procesos judiciales propios de la justicia transicional y que son transversales e invisibilizados por el Consejo Superior de la Judicatura, como son: i) la falta de un seguimiento cualitativo a las autoridades judiciales y ii) carencia de un programa de salud mental de los jueces en Colombia (advertido por la Procuraduría en el caso en comento).
En el asunto en comento, la primera pregunta que formuló es: ¿cómo es posible que estas conductas no hayan sido advertidas con anterioridad por la rama judicial? Este interrogante busca analizar si las actuaciones de seguimiento que realizan deben ser cualitativas o cuantitativas.
Sobre este particular, el artículo 85 de la Ley 270, enuncia las funciones de la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura, entre las que se encuentra “Establecer indicadores de gestión de los despachos judiciales e índices de rendimiento” para los funcionarios y empleados. Los indicadores mínimos son: congestión, retraso, productividad y eficacia. Por su parte, el artículo 101 de la misma norma, establece como función de la Sala Administrativa de los Consejos Seccionales: “Llevar el control del rendimiento y gestión de los despachos judiciales mediante los mecanismos e índices correspondientes.” En estas reglas, no se observa un seguimiento sobre la calidad de la labor o sobre el trato de los usuarios de la justicia.
Respecto de falta de seguimiento cualitativo a las autoridades judiciales, considero una total equivocación el monitoreo únicamente cuantitativo encabezado por el Consejo Superior de la Judicatura, en la que el derecho se agota en números, metas y cifras, que no permiten visibilizar factores de calidad.
Esta reducción al número y a la meta de la capacidad de un funcionario, en algunos casos origina el segundo punto de mi crítica: un deterioro en la salud mental, sobre todo en despachos donde la carga laboral es alta, cuando sufren presión de perder sus cargos especialmente aquellos que son nombrados en provisionalidad o descongestión.
De igual manera, considero desacertado, por decir lo menos, la falta de personal psicosocial que atienda directamente a los jueces, quienes reciben grandes cargas emocionales, más aún en procesos de justicia transicional, en los que se relatan masacres, violaciones sexuales, homicidios, torturas y todo tipo de hechos victimizantes propios del conflicto armado. Esto sin contar todos aquellos que son amenazados por el desempeño de su cargo.
Por ello, vale la pena reflexionar sobre la necesidad de realizar un estudio serio en el que se evidencie cuáles son las enfermedades mentales relacionadas con el desarrollo de la labor judicial y cuantas personas las padecen, a fin de determinar cómo patologías como el estrés, depresión o ansiedad afectan la administración de justicia.
Desde esta perspectiva, concluyó que solo cuando se cuente con una política pública que brinde acciones afirmativas sobre la salud mental de nuestros jueces, así como una evaluación cualitativa, se podrá afirmar que se está tratando con dignidad a los jueces de justicia transicional, lo que redundará igualmente en el respeto de las víctimas y en general a toda la comunidad jurídica.