Son las dos de la tarde, Cali hierve como una inmensa paila que fríe personas y edificios. Yo mitigo el calor con un ventilador que apenas medio puede sofocar el bochorno que a esta hora de la tarde se siente.
Suena el celular. Esa llamada me rescata. Es una invitación a un sitio que siempre he querido conocer en Cali: La Matraca.
No hay duda para aceptar. Otra ducha —la tercera en el día— y un taxi me lleva a la amistad que comparte y al encuentro con la salvación a este sopor que producen los días en los que la temperatura acobarda y obliga a la quietud, a escondernos en el rincón más fresco de nuestra casa.
Pedimos al conductor nos lleve al barrio Obrero, justo a esa esquina marcada con el 22-80, que se ha vuelto referente para quienes aman la música que dice y cuenta: boleros, tangos, milongas, música cubana, colombiana, “la buena”, nos dice el taxista mientras nos va acercando al lugar.
Destaca su fachada de colores que explotan a la vista con el calor de las 3 de la tarde de este domingo.
Una pequeña puerta, da acceso al sitio. El ambiente cambia de golpe: muchas fotos en las paredes, fotos y fotos que trepan hasta el techo. El ambiente en penumbra es acogedor, y las mesas alrededor de un amplio espacio, indicio de que aquí el baile tiene un sitial de privilegio.
El hombre que nos recibe en la puerta, pregunta si tenemos reservación. Le respondemos que no pero que se había llamado previamente para conocer el horario. El hombre nos dice que va a hablar con el propietario. En efecto aparece junto a la mesa que nos ha destinado, don Jaime Parra, quien nos extiende su mano en cordial saludo y pregunta que si es nuestra primera vez en el lugar. Antes de tomar asiento aparece una dama quien se presenta como Leyda Santa y nos augura una grata estadía.
Hacemos el pedido para acompañar la música que ya llena el espacio…boleros románticos, tangos que cuentan afectos y desamores, milongas que marcan ritmo en el alma.
Desde una de las paredes inmensa foto de Carlitos Gardel destaca en el ambiente. Su sonrisa contagia debajo del sombrero que le da esa pinta tanguera que el mundo admira. Por donde se mire hay fotos, muchas fotos que marcan momentos especiales para el lugar o rinden homenaje a la memoria de artistas amados.
El sitio está más lleno ahora. A cada momento la puerta se abre para dar paso a grupos o a parejas que ya son habituales del local y que van de mesa en mesa saludando, dando fraternos abrazos, comentando algún pormenor que la música oculta a nuestra curiosidad.
Otro aprendizaje más: los asistentes son una gran familia, amigos que llevan mucho tiempo compartiendo, que no compitiendo, en la pista en la cual entregan todo lo que saben sobre el baile.
De pronto la voz de la dama que nos recibió, Lyda, anuncia la presencia de algunos amigos, les llama por su nombre y el de sus acompañantes, agradece la visita a todos y remata saludando a un grupo de cubanos que están esta tarde disfrutando el lugar.
Valses, foxes, tangos, boleros, que unen a las parejas en un abrazo cálido y amoroso. Ellas suaves, leves, dejándose llevar, abrigadas por ese abrazo, que vincula y une, para seguir los pasos al ritmo que suena.
La vestimenta escogida para la ocasión da cuenta de la asiduidad de los participantes en este ritual dominguero. Destacan los zapatos blancos en un hombre que marca los pasos del baile como si dibujara con la punta del calzado sobre las baldosas.
Hay pasión en el baile, hay entrega de las parejas en ese viaje sobre la música que hace cada cual a su manera: unas más elegantes, más bellas que otras, pero todas trasmiten una sensación de complacencia, de contento.
Hace tiempo no veía bailar así: sin aspavientos, sin protagonismo, sin alardes de bailarín. Simplemente, las parejas salen a la pista y marcan los pasos precisos, certeros de un tango, o recorren el salón en el hermoso correteo de un fox, o trazan los movimientos en suaves vueltas de Salsa o cierran los ojos para gozar un bolero mientras esa mano serpiente va del cuello a la espalda: guiando, corrigiendo, acercando.
Alrededor, los que nos quedamos en las sillas, miramos emocionados el accionar de los danzantes, nos gozamos su gozo, admiramos estilos, actitudes, y somos cómplices del momento, disfrutamos tanto como quienes tienen el reto de la pista.
En la pequeña puerta de entrada hay espectadores, gente de afuera, que mira para aprender o para comentar. Por las pequeñas ventanas por las que respira el salón, se aprecian cabezas que mueven los ojos, buscando seguir a los bailarines en la pista.
Afuera las bombillas han reemplazado el sol de la tarde. Se hizo noche entre danzantes y música “de la buena” como dijo el taxista.
Gardel, sigue sonriendo desde la pared de local, más cantante, más tanguero. Recién, anoche 24 de junio, se conmemoró un año más de su muerte en Medellín.
Pedimos un transporte para irnos a casa. Antes de abordar el vehículo, trato de imitar algunos de los pasos de los que vi hacer en La Matraca a ese hombre de los zapatos blancos. No lo logro; no sé si es mi torpeza para el baile o los efectos del Ron.
Me subo al auto y cierro la ventanilla antes de que se cuele la música porque a lo mejor cambio la decisión y me quedo, en ese magnífico lugar que es La Matraca.
No vale cerrar la ventanilla…la música sigue en mí…