Triste espectáculo nos ofrecen los políticos del liberalismo. En lugar de asumir el liderazgo que se requiere para defender la agenda de cambios previstos en los acuerdos de paz con las Farc, hacen gala de un pensamiento estratégico de autoprotección y comienzan a calcular en dónde caerán los votos para quedarse con la mejor ubicación posible.
Hace algunos meses se erigió una fortaleza liberal en torno a la paz. Esta lució inexpugnable y, hasta cierto punto, excluyente. El jefe de la negociación, los ministros de la política y del posconflicto, sumados al director de la Planeación de mediano y largo plazo, constituían una guardia pretoriana de quilates, que mostraba sin cuestionamiento que la bandera de la paz iba a ser heredada por el trapo rojo.
Y no era simplemente por cálculos políticos. Es evidente que las reformas pactadas alrededor de temas como la justicia transicional, la estabilización de los derechos de propiedad y la inversión estatal en la forma de bienes públicos para zonas abandonadas, son más cercanos al clásico pensamiento liberal que a la agenda más conservadora. Un duro revés para varios líderes azules, quienes hicieron gala de sus históricos esfuerzos para logar acuerdos de paz negociada.
Pero llegó el plebiscito y con él la incertidumbre. La derecha de posiciones radicales elevó sus acciones y, con ella, la figura autoritaria, ejecutiva y escéptica de la paz encarnada por el vicepresidente se constituyó en una apuesta segura. Como el 50,21 % de los votantes le dio la espalda al acuerdo de Cartagena, la reacción de muchos pareció resumirse en la siguiente fórmula: para ganar o mantener al poder hay que buscar una nueva agenda. La paz no es exitosa en las urnas.
Y en ese contexto, la fortaleza liberal se desbarató. A los coqueteos del gavirismo con Vargas Lleras y al regreso de Samper del exterior, se suma la insistencia del ministro Cristo por tener lugar en la contienda y el acercamiento de sectores de parlamentarios liberales con sus similares de la U y de Cambio Radical para tomar las decisiones más pragmáticas posibles. Mientras tanto, Juan Manuel Galán insiste en tomar decisiones institucionales mediante consulta popular y Rafael Pardo, sin ejercer abiertamente su rol natural de coordinador, sigue intentando en solitario prender el motor del posconflicto.
Una de las pocas cosas que son seguras en política
es que el triunfo depende de cuán dividido está el opositor
Una de las pocas cosas que son seguras en política es que el triunfo depende de cuán dividido está el opositor. Y hoy hay un análisis irrefutable. El grupo grueso de opositores y escépticos del acuerdo de paz tiene tres candidatos visibles. El uribista, el conservador y el propio Vargas Lleras. El primero, por firme convicción; el segundo, por identificación con los miedos de sus bases y el tercero por un cálculo que mezcla una lectura aguda y ventajista del contexto, con reparos razonables y respetables.
Por el lado de quienes pretenden defender lo ya pactado la cosa es más difícil. Un sector de la izquierda – más no la izquierda radical, que nunca hace pactos con nadie – se suma a los movimientos de centro que eligieron la bandera de la anticorrupción para lucir distintos en esta campaña, y a los miembros de la alianza oficialista que se resisten a que la paz pase impune por la política del año entrante. Mal contados, los candidatos son más de ocho: Gustavo Petro y Piedad Córdoba, el ganador de la consulta del Polo, Claudia López buscando alianzas, un Fajardo que históricamente ha sido esquivo, De la Calle, Cristo y los senadores de la alianza de Gobierno.
Los candidatos son más de ocho: Gustavo Petro y Piedad Córdoba,
el ganador de la consulta del Polo, Claudia López buscando alianzas,
Fajardo que históricamente ha sido esquivo, De la Calle, Cristo
y los senadores de la alianza de Gobierno
En ese complejo escenario, el liberalismo tiene las tesis, el candidato y los votos para hacer girar el péndulo a su favor. Un liberalismo unido, claro está.
Ya en otros momentos de la historia ha afrontado el mismo dilema, y en varios de ellos, su escasa capacidad de coordinación le ha abierto el triunfo a ideas sectarias. Ese triunfo del opaco Mariano Ospina Pérez, que fue posible por la división liberal provocada por Gaitán, es un episodio que vale la pena recordar. En un momento en que se necesitaba audacia y sagacidad, el liberalismo optó por la división y, con ello, le abrió las puertas a un régimen que fue tímido con la reacción violenta conservadora y que, al hacerlo, inauguró uno de los capítulos más luctuosos de nuestra historia. Precisamente ese capítulo que pretendemos cerrar con las negociaciones de paz de nuestra época.
En la coyuntura crítica que atravesamos, el liberalismo está llamado a tomar las banderas de la paz y el posconflicto, y a poner en marcha una agenda de modernización agraria que quedó trunca desde tiempos de López Pumarejo. Si lo hace sin ambigüedad y con el candidato correcto, atraerá a los amigos de la paz desde el centro hasta la izquierda, y le dará tranquilidad a los muchos escépticos de la centro – derecha que votaron por el No, motivados más por sus reservas con Santos que con la paz.
Lo contrario – es decir el cálculo electorero, las alianzas con los supuestos ganadores y las divisiones internas – implicará, sencillamente, una terrible frustración. Implicará dejar al arbitrio de los grupos radicales de derecha la suerte de una agenda tan posible como necesaria.
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