Hace dos años vine a vivir a Bogotá después de un tiempo por fuera del país. Llegué a arrendar un apartamento sobre la carrera séptima. Pese a estar un paso de una zona de mucho tráfico y la polución inevitablemente asociada, me gustó vivir sobre la séptima. Al fin y al cabo, es una de las vías más importantes del país y, para mi gusto, tiene partes muy bonitas. Me gustaba, de noche, sentarme a ver pasar las luces de los carros. También, en medio de atascos monumentales, con algo de egoísmo, me gustaba sentarme cómodamente a ver qué hacían los furiosos conductores. Hice fuerza con los repartidores en bicicleta de Rappi, Uber Eats y demás que, con toda confianza, empezaron a andar regularmente en contravía por la séptima. Vivir en la séptima, de alguna manera, era ver el flujo diario del país.
Desde que llegué había una discusión sobre algún proyecto de tráfico que iba a reformar la estructura de la séptima. No soy urbanista, y poco me han interesado los proyectos de infraestructura urbana, entonces no le paré bolas a la discusión. Subyacente a esa indiferencia, una premisa cínica: en Bogotá, jamás van a ponerse de acuerdo en qué hacer, nada va a pasar. Al fin y al cabo, a la distancia, en los últimos años había visto tres o cuatros proyectos para la séptima, tranvía, un metro, buses eléctricos, Transmilenio ligero. También, observaba con tristeza, que la ciudad no había sido capaz de peatonalizar una zona pequeña de la misma carrera séptima, en una de sus partes más lindas, cerca de la plaza de Bolívar. Peatonalizar la séptima parecería una obra elemental, más sencilla de las que se hacían en Europa en la Edad Media. La administración del momento anunció, en ¡2014!, que la séptima sería la vía más Humana del país. La última vez que fui era un lodazal.
Resultó errada la premisa cínica. El proyecto de la alcaldía Peñalosa empezó a tomar vuelo. Con algo de regularidad, empezaban a llegar comunicaciones del IDU y otras instituciones de la alcaldía con convocatorias a reuniones o alguna información. Sin ninguna envidia, entregaba los datos a la dueña del apartamento. Pensaba, con el egoísmo ese de antes, “Dios me libre de tener algún día que estar en un proceso de estos”. Paralelamente, pasó algo interesante. La ciudadanía, de manera relativamente espontánea, empezó a organizarse. En un país tan fragmentado como el nuestro, acostumbrado a desconfiar de la política y los políticos, es difícil que surjan causas que unan intereses colectivos. La fragmentación resulta en que los individuos se aíslan en su más pequeño grupo social para sobrevivir. Empezaron entonces a surgir organizaciones ciudadanas en contra del proyecto de la séptima y miles de ciudadanos pegaron en sus propiedades carteles visibles con un No al Transmilenio por la Séptima. No sé si todavía está colgado un cartel de varios metros que decía otra cosa, creo que era Transmilenio Sí pero no Así, o algo así, que quedara al menos la rima fácil ya que obras no parecía iba a haber.
Y, hasta que un día, la dueña del apartamento decidió vender. No conozco la forma de la negociación con la alcaldía, pero pasó de no querer vender, a tomar la decisión rápidamente. Tuvimos un par de semanas para organizar y salirnos del apartamento. Una persona del IDU nos visitó y explicó que teníamos derecho a una suma proporcional al canon de arrendamiento en compensación. Con profundo escepticismo, fui al IDU a entregar unos papeles. Hice la fila pensando en Kafka. Entregué los papeles. A los dos meses, llegó la cifra prometida a mi cuenta de ahorros. Me sentí en Suecia.
Salí del apartamento con nostalgia, no tanto por abandonar la vida sobre la séptima, sino por Bogotá. Aunque había visto como el proyecto había avanzado mucho más de lo que inicialmente pensaba, mantenía en el fondo una preocupación, la peor de todas, que nada iba a pasar, ni Transmilenio ni nada, y entonces el peor de los mundos, la ciudad quedaba dueña del edificio donde vivía, una propiedad inútil y que, con inmensas dificultades, iba a poder venderse más adelante, en caso que no se necesitara para un proyecto vial. Para entonces iremos en el siglo XXII, supongo. La ciudad había invertido solo en esos apartamentos de mi edificio algunos miles de millones de pesos. Por lo menos, lo que vale hacer un megacolegio.
Esta semana pasé al lado del que fue mi apartamento. El edificio, viejo, está ya sucio y abandonado. Miré hacia el que era mi cuarto y, la sorpresa, el techo se está cayendo. El vecino del piso de arriba había hecho una remodelación que nunca quedó bien entonces teníamos regularmente una gotera. El paso del tiempo con el edificio vacío resulta ahora en la destrucción total. Me pregunto si alguien más se habrá dado cuenta. Es improbable, nadie mira con intención hacia ese cuarto y, seguramente, a nadie le importa. El edificio es de Bogotá, es decir de nadie, podría pensarse.
Y, ahí, el problema. Resulta que ese edificio, y ese techo que ya se va a caer, no es de nadie sino de todos. Miles de millones de pesos se han ido en estudios y compras de predios. Por decisiones judiciales, el proyecto está parado. Peñalosa, en su inmensa incapacidad para comunicar y explicar, salió con una tesis increíble: que en Bogotá solo puede haber sistemas tipo Transmilenio. El concejal más serio y riguroso de la oposición, Manuel Sarmiento del Polo Democrático, hizo un video explicando los vericuetos de la decisión del juez.
Me entero de que hay una nueva medida cautelar en contra del proyecto.
¿No hay una solución técnica para este problema?
¿No puede haber una discusión transparente para que la ciudadanía entienda?
Seguir la discusión es imposible para un ciudadano de a pie. Al momento de escribir esta columna, me entero de que hay una nueva medida cautelar en contra del proyecto. No sé exactamente que es una medida cautelar sin buscar en Google. Las discusiones van a pasar por varios tribunales, por varios juzgados, por la Procuraduría, por la Contraloría. La duda, por supuesto, desde la ignorancia es: ¿no hay una solución técnica para este problema? ¿No puede haber, al menos, una discusión transparente para que la ciudadanía entienda? La responsabilidad principal recae, sin duda, sobre Peñalosa y los alcaldes anteriores que son los que deben liderar la pedagogía ciudadana de sus proyectos. La oposición y los jueces actúan desde su lugar del poder en reacción a esas propuestas.
El Transmilenio por la séptima, que antes era el tranvía por la séptima que antes era el metro ligero por la séptima que antes era el Transmilenio ligero por la séptima que antes era el Transmilenio por la séptima, es un daño inmenso para Bogotá. A nadie le duele porque es difícil explicar que el desastre lo pagamos todos. Sobre todo, los más humildes que son los que más necesitan el mega-colegio, el nuevo hospital, el nuevo parque público que se hubiera hecho con los cientos de miles de millones de pesos mal invertidos.
Pensaba en esto mientras tenía la imagen del edificio en el que viví terminando de derrumbarse y bloqueando la séptima. Qué pesadilla.
@afajardoa