Las quejas sobre el transporte público son de todos los días en las ciudades pequeñas y grandes porque funcionan según la conveniencia de los propietarios de los vehículos. En algunas capitales, el paso del caótico servicio de buses que circulaban con la famosa “guerra del centavo” a la mala copia del modelo importado de Curitiva con los llamados sistemas “monopólicos” masivos, como Transmilenio, no ha significado una mejora sustancial y eso, a pesar de la enorme cantidad de dinero público que han empleado nuestros gobernantes para organizarles el negocio a un puñado de empresarios.
Para remediar en algo el problema, los expertos han sugerido la necesidad de sistemas complementarios como metro o tranvías, pero nuestra sociedad no está preparada para la planificación a largo plazo de grandes tareas colectivas, pues mientras las élites asumen que el Estado es una piñata, los demás se refugian en la indiferencia o en su derecho de hacer en la ciudad lo que les venga en gana, como lo dicta la psicología del motociclista. En estas circunstancias y como ya lo van demostrando la derecha y sus amigos improvisadores, en Bogotá es muy complicado construir metros o tranvías en este país. Los de Medellín sacan pecho por haberlo logrado, aunque olvidando los sobrecostos de su metro.
Mientras eso pasa en Colombia, el ducado de Luxemburgo, bajo el mando del primer ministro Francois Bausch, ha tomado la iniciativa de convertirse en el primer país en el mundo que le otorga a todos los ciudadanos, incluidos los turistas, un sistema público de transporte gratuito y, aunque en otras ciudades, como Tallinn o Dunkirk, también está trabajando en sostener la idea, en nuestro medio la noticia pasó desapercibida. Algunos creerán que ellos pueden hacerlo porque les sobra el dinero, pero se equivocan, lo están intentando porque tienen visión de futuro. Aquí el problema es que el dinero se pierde en corrupción y lo malgastamos en medidas cortoplacistas y en mala planificación.
Hagamos las cuentas con Transmilenio. ¿Cuánto cuesta construir estaciones, pagar su servicio de limpieza, contratar vigilantes privados, personal de taquillas, construir sistemas para evitar los colados, poner policías chateadores, pagar la energía y el agua, el mantenimiento de los equipos como las máquinas registradoras y hacer campañas inútiles de formación ciudadana para evitar los colados?. ¿Cuánto dinero se gasta en una década? Y ¿Cuántas personas seguirán muriendo por tratar de colarse o por saltar de las puertas? Todo eso sin contar el enorme daño que le han hecho a las ciudades los urbanistas encargados de destruir las zonas verdes para meter las vías y hacer las estaciones. Entonces valdría la pena repensar las cosas porque, si fuera un servicio “gratuito”, es decir pagando solo los trayectos, con los impuestos o regalías, se desestimula el uso del carro particular y si hay voluntad política, es posible que mejore servicio.
El otro ejemplo de despilfarro lo tenemos en los planes de construcción del metro para Bogotá, pues ya se han perdido miles de millones de pesos en estudios. De la polémica entre si es mejor metro elevado o subterráneo, hay que decir que es una lástima que se resolviera por medio de maquinaciones políticas y económicistas y es muy lamentable que en los medios de comunicación pocas consideraciones se hicieron sobre lo mejor en el largo plazo, en términos de los efectos medio ambientales.
En el mundo, desde finales del siglo XIX, vienen las polémicas entre los partidarios de los metros elevados o subterráneos, y si bien, la mayoría se han resuelto por los subterráneos porque entre otras cosas garantiza mayor velocidad, solo en condiciones muy específicas, es bueno hacerlo elevado. Por ejemplo cuando se construyen en zonas inundables y poco pobladas.
Desde mi punto de vista, el metro subterráneo es el más aconsejable porque para cada creación de nuevas líneas, no es necesaria la adquisición de muchos predios; se afecta en menor medida el paisaje; no propicia la fragmentación de la ciudad ni la proliferación de espacios degradados; nos permite cuidar la vida que hay en el suelo; al afectar en menor medida las zonas verdes es posible conservar el habitad de las aves y las especies menores, al tiempo que hace posible trazar planes para regular la calidad del aire, la temperatura y la polución sonora; y por último, como tampoco exige grandes estaciones, las aguas lluvias pueden ser absorbidas por la tierra con mayor facilidad.
En consecuencia, para el caso de Bogotá lo mejor que pueden hacer sus ciudadanos es rechazar la imposición de Peñalosa-Santos-Duque, que desconoció lo que se había avanzado con el metro, y considerar la idea de un Transmilenio gratuito para atajar la construcción de nuevas estaciones o el despilfarro de recursos financieros y naturales. Claro, no sera fácil.