Hace poco leí la historia de una enfermera que, tras haberle dedicado varios años al cuidado de personas a las que solo les quedaban algunos días de vida, publicó las respuestas más comunes que le daban cuando les preguntaba de qué se arrepentían o qué hubieran hecho de una manera diferente.
La respuesta más común fue esta:
“Desearía haber tenido la valentía de vivir una vida fiel a lo que soy, y no la vida que los demás esperaban que yo viviera.”
Estos días electorales, en los que ando preguntándome tantas cosas sobre la maleabilidad de la moralidad humana, he tenido muy presente esta historia y esa respuesta.
¿Qué pasaría si tuviéramos menos presiones para vivir como los demás esperan que vivamos?¿Qué tanto sufrimiento intencional o inconsciente se le evitaría (o se le añadiría)al mundo si fuéramos, en este sentido, realmente libres? ¿Por qué tenemos que ser valientes para vivir de manera autónoma, independiente, fieles solo a nosotros mismos?
Hay una perspectiva desde la cual una vida ajena a las expectativas de los demás no podría ser una vida ética. Vivir moralmente es actuar poniendo los intereses de los otros en igual consideración que los propios; y nuestros intereses y los de los otros muchas veces entran en tensión. Actuar moralmente exige una actitud de consideración activa de las expectativas que tienen los demás sobre nuestras acciones, pues nuestras acciones los tocan y los afectan.
Pero, desde otra perspectiva, no podemos viviruna vida ética si no somos dueños de nosotros mismos; si no actuamos, o no podemos actuar, como cultivadores de nuestros propios destinos, si dejamos que los otros pongan sus intereses por encima de los nuestros en el gobierno de nuestras propias vidas. Es por esto que la valentía juega un papel en la decisión de tomar la vida en nuestras propias manos, y de no dejar que sean los demás, o una trágica deriva en el mar de las circunstancias, quienes decidan el rumbo y el compás con el que uno navegará su nave.
Hay momentos, por ejemplo, en los que la fuerza de una realidad avasalladora quiere obligarnos a someternos a ella. En el instante en que creemos entender cómo funcionan, en realidad, las cosas, lo más natural es que pensemos, ¿qué puedo hacer yo contra la forma como funciona el mundo? Si las cosas son así, pues así son las cosas, y no queda más que sacar el mayor provecho de ellas.
¿Cuántas miradas condescendientes no nos han lanzado cuando cuestionamos a quienes se someten, así, a las reglas de un juego sucio? Miradas que nos dicen, es que tú no entiendes cómo es la realidad, tú no entiendes cómo son las cosas: el voto se compra, el voto se vende, todo es plata, todo es palanca, hay que estar con quien tiene el poder, las normas están para romperlas.
Pero el hecho de que la realidad sea de una manera no significa que ella tenga que ser así; podría ser diferente, quizás debería ser diferente. Y el hecho de entender cómo funciona la realidad no implica que uno deba someterse a ella.
Mientras que entender cómo funcionan las cosas puede incitar a que nos sometamos a la cruda realidad, cuando nos preguntamos por qué pasa lo que pasa, la misma realidad nos invita a imaginar posibilidades para transformarla.
Por eso, una forma de valentía es preguntarse, también,por qué son como son las cosas, por qué es así la realidad. Cuando nos embarcamos en la búsqueda del complejo tejido de las situaciones, podemos ir más allá de la necesidad de hacer coincidir nuestras acciones con el repertorio de expectativas de quienes se someten a los guardianes de la realidad. Este es nuestro verdadero poder: al atrevernos a ver más allá de lo que creemos que se espera que veamos, cultivamos una comprensión compasiva capaz de transformar, incluso, el odio y el dolor en reconciliación y perdón.
El momento histórico que hoy vive Colombia nos exige el esfuerzo de no someternos a la realidad, sino de transformarla.