El maestro florentino, Piero Calamandrei, fue uno de los ilustres procesalistas que ha permitido el cultivo de la disciplina procesal. Sin embargo, no solo fue un excelso promotor del procesalismo, dentro de sus preocupaciones también estuvo el cultivo del pensamiento y actuar político y, por supuesto, la deontología del profesional del Derecho.
Sobre lo primero, es de destacar, que en el proceso constituyente que afrontó Italia y que terminó con la expedición de la Constitución de 1948, Calamandrei fue uno de sus padres. Más allá de los problemas teóricos —que deben ser el cimiento de la resolución de los problemas, y aquí es necesario parafrasear a Kurt Lewis, cuando afirma que “no hay nada más práctico que una buena teoría”— se encuentra la dignidad del ser humano y el drama de resolver sus conflictos, se encuentra la administración de justicia.
Esa función que, bajo los paradigmas que han dado evolución al Estado como forma política, hemos confiado a este, hoy no sólo se ve golpeada sino que está peligrando porque está sana. No obstante, no es un problema exclusivo de la profesión del abogado en sus distintas ocupaciones —fiscal, procurador, litigante, juez, magistrado, entre muchas otras—. El usuario que demanda su prestación es su destinatario y por ello, no puede excluirse de la resolución de las problemáticas que afronta esta.
Por eso, es necesario que el usuario no solo sea partícipe sino que sea el protagonista de los cambios que suscita. Entonces, en la profunda crisis que naufraga la justicia, es necesario que el ciudadano se apodere de la reforma del sistema, de crear nuevas sistemas y, eso sí, de veeduría a las diferentes instituciones.
Ya decía Calamandrei, en su famoso discurso sobre la Constitución, a los estudiantes milaneses en 1955: “por esto una de las ofensas que si hacen a la Constitución es la indiferencia a la política”.
Y así lo creo. Hemos traicionado parcialmente el pacto consolidado en el 91. La gran indiferencia ante los actos de corrupción, hipocresía y deslealtad, nos hace traidores al espíritu de la Constitución, a uno de los problemas más elementales de nuestra sociedad: asegurar la transparencia de quienes resuelven nuestros conflictos, que tanto pretendió cambiar ese pacto que nos unió en el 91.
Por tanto, el ciudadano hoy se ve abocado a un sinnúmero de problemas cuando trata de solucionar sus problemas. Primero, debe lidiar en confiar en el abogado, que por los escabrosos episodios vividos en nuestro país, ya no es nada fácil. Seguido a lo anterior, hoy el ciudadano ya no sólo se ve en la preocupación de que su abogado no traicione su confianza, sino que debe preocuparse también, porque quien se ha confiado la respuesta al problema, no subaste su dignidad.
En tanto que, no empecemos a recuperar la salud de la función pública de la administración de justicia, que era una de las instituciones que gozaba con un prestigio y credibilidad razonable, el ciudadano transitará por su vida ante la incertidumbre de padecer las más monstruosas y miserables.
No podemos permitirnos seguir con la actual crisis —porque no hay crisis más grave que la de la decencia— legitimando la corrupción, por omisión, de la burocracia de los jueces. Mucho menos, retractarnos por no cohonestar su modelo oprobioso. Agregando a los problemas jamás resueltos de nuestra Nación otro más: la decencia de nuestros jueces.