En pleno siglo XXI, resulta desconcertante que la tercera mejor ciudad del mundo según Time Magazine, Medellín, enfrente una crisis energética que afecta a cerca de 300 mil familias.
Mientras tanto, Empresas Públicas de Medellín (EPM), una compañía que se presenta como pública, reportó en 2023 ingresos astronómicos de 37.5 billones de pesos. Esta disparidad que deja sin acceso digno a la energía a cerca de un millón de habitantes es, a todas luces, injusta. Definitivamente los usuarios de energía y agua prepago también son desconectados.
Esto ocurre a pesar de que la Constitución Política de 1991 y diversas sentencias de la Corte Constitucional, como la C-150 de 2003, establecen la necesidad de garantizar principios de solidaridad y mínimos vitales para todos los ciudadanos.
¿Por qué, entonces, estos principios no se cumplen? La respuesta radica en una especie de esquizofrenia constitucional. La Constitución de 1991 es un documento paradójico: mientras aboga por un Estado Social de Derecho, también adopta políticas neoliberales del Consenso de Washington que favorecen la apertura económica y la privatización, incluso en el ámbito de los servicios públicos.
Los artículos del 365 al 370 de la Constitución reflejan una tensión constante entre el capital privado y el Estado Social de Derecho. Aunque el Estado está encargado de garantizar el acceso a los servicios públicos y la solidaridad en las tarifas (artículo 368), no está obligado a prestarlos directamente, permitiendo que actores privados gestionen estos servicios (artículo 367). Además, la regulación del mercado se limita a fomentar la libre competencia (artículo 365), transformando la relación ciudadano-Estado en una dinámica empresa-cliente que ignora las desigualdades inherentes entre los ciudadanos y las grandes corporaciones.
Las leyes 142 y 143 de 1994, que incrementaron la participación privada en los servicios públicos, intensificaron esta problemática. Sin una adecuada intervención estatal, estas leyes han provocado consecuencias negativas para los usuarios, debilitando las protecciones al consumidor y concentrando el poder en comisiones reguladoras frecuentemente cooptadas por intereses privados. El sector energético, dominado por un oligopolio con significativa participación de empresas extranjeras, es un claro ejemplo de estas dinámicas.
Frente a este panorama, es imperativo discutir una reforma normativa que permita al Estado desarrollar su función social sin necesidad de estatizar los servicios públicos, como algunos temen erróneamente. Esta reforma debe mejorar la regulación y supervisión, garantizar los mínimos vitales y fomentar la participación ciudadana en la generación de energía. Además, debe permitir la participación privada, pero siempre protegiendo al ciudadano y adaptándose a las nuevas tecnologías y desafíos climáticos.
El trabajo del Ministerio de Energía, encabezado por Andrés Camacho, en la elaboración de un proyecto de ley participativo es valioso, pero es esencial que este proyecto responda de manera inmediata a las necesidades de los desconectados y los usuarios de agua y energía prepago. Antes de presentar el proyecto de reforma a las leyes 142 y 143 de 1994, se deberían habilitar espacios de diálogo en Medellín para escuchar a quienes más sufren estas carencias: los usuarios de energía y agua prepago y la ciudadanía que aún permanece en el abandono.
Es momento de que Medellín, una ciudad admirada internacionalmente por su transformación, también sea reconocida por garantizar que todos sus habitantes tengan acceso a servicios públicos dignos. Esto no solo fortalecerá su posición como una de las mejores ciudades del mundo, sino que también será un paso crucial hacia la justicia social y la equidad.