El primer año de gobierno de Gustavo Petro se parece mucho al de Iván Duque. Ambos fueron elegidos por una votación caudalosa, pero ambos con una participación parlamentaria reducida de sus propios partidos (no más del 20 % del Senado), lo cual creó de entrada un desequilibrio brutal entre el ejecutivo y el legislativo; y ambos con la pretensión de que sus votos les permitirían imponer su agenda en el Congreso. A ambos les fue mal en ese propósito.
Duque quiso sacar adelante la agenda uribista sobre las modificaciones al Acuerdo del Teatro Colón y su rechazo a la Jurisdicción Especial para la paz, JEP, como le tocaba, y en ese asunto que no prosperó se le fue el primer año de gobierno. No presentó ni entonces ni después ninguna reforma importante sobre los temas de siempre debatidos en la campaña: salud, pensiones, justicia, elecciones, trabajo. Cuando recogió sus velas y comenzó a negociar acuerdos con el Congreso estos se redujeron a facilitar la administración del Estado tal como lo recibió, y ya. Fue desde el punto de vista reformista un cuatrienio perdido.
Petro arrancó con la propuesta del más grande conjunto de reformas que se hayan visto en Colombia en años, como respuesta a necesidades sentidas de la gente expresadas en la elección presidencial, sin el cuidado de consensuarlas ni con su gabinete, formado por personas muy calificadas de la más diversa procedencia política, ni con los partidos de una poderosa coalición de gobierno armada con sabiduría por el presidente del Congreso, Roy Barreras y el ministro de Gobierno, Alfonso Prada, que venían de otros partidos. Una falta de consenso que terminó como era de esperarse en el desbarate del gabinete y de la coalición. El primer año de gobierno termina sin que ninguna de esas mayores iniciativas, tan necesarias, haya sido aprobada y su futuro no se ve nada claro.
Un Gran Acuerdo Nacional, que no puede significar otra cosa que consensuar las reformas y reorganizar el gabinete según esos acuerdos. O sea, desandar lo andado
¿Es posible corregir el camino? Propuso el Presidente en la instalación de las cámaras el 20 de julio un Gran Acuerdo Nacional, que no puede significar otra cosa que consensuar las reformas y reorganizar el gabinete según esos acuerdos. O sea, desandar lo andado. Un Gran Acuerdo Nacional tiene que hacerse por supuesto, con la Nación entera, la sociedad civil (o sea la que no es Estado) en todas sus manifestaciones, pero cada uno de esos grupos de interés tiene una participación en un Congreso en exceso multipartidista, que debe ser el escenario final de esa concertación.
Lo que ha sucedido hasta ahora en el accidentado primer año de gobierno ha sido precisamente eso. Voces de la mayor autoridad en los campos de las reformas al sistema de salud, pensional y laboral, han hecho observaciones de fondo sobre algunas de sus iniciativas, que han sido recogidas por los parlamentarios en un debate en el Congreso, como debe ser en una democracia; debate del cual, a todo señor todo honor, el presidente ha sido el principal garante.
La sombra de las venideras elecciones regionales oscurece el proceso puesto que le añade el incómodo ingrediente de tratar de conseguir votos con el recurso de hacerle oposición al gobierno y puede interferir en la urgente construcción del gran acuerdo. Sin embargo, los anuncios de que al Pacto Histórico le va a ir muy mal en las elecciones regionales y aquello es una derrota para el presidente, no tienen en cuenta dos hechos políticos de bulto. El primero que el Pacto Histórico es un conjunto de partidos minoritarios que se unieron con el expreso propósito de la elección presidencial y las organizaciones regionales de esos partidos obedecen a intereses diferentes en las elecciones regionales, donde las coaliciones son otras y donde no hay liderazgos unificadores; y el segundo, que las elecciones regionales no afectan la gobernabilidad del gobierno nacional, puesto que no modifican la composición del Congreso.
Así que bien manejado, puede construirse el Gran Acuerdo Nacional, aun en época preelectoral. No hay otro asunto más importante que ese. El Gobierno ha interpretado bien el anhelo de reforma de los colombianos, la necesidad de que exista una sociedad más incluyente y equitativa. Esa sigue siendo la gran ilusión popular. Lo único que no puede suceder es que al final esas reformas terminen haciendo más gravosa la situación de aquellos a cuyo bienestar están destinadas. Como lo dijo el mismo presidente en su discurso de inauguración de las sesiones del Congreso en un mensaje dirigido al Establecimiento, es tiempo de ceder, de negociar, de ponerse de acuerdo. Pero, como sucede en cualquier negociación, todos tienen que ceder.